Tengo ciento cincuenta años y he conocido tres siglos. Siendo un niño de nueve o diez años disfruté de la compañía de tres tías abuelas, Josefina, Romana y Rufina, fallecida la última en 1951. Todas ellas de más de noventa años y que eran unas jovencitas cuando la guerra franco prusiana. Vivían en una gran casa, con solana y huerta en Mondoñedo, Lugo, vieja ciudad episcopal, en las que mobiliario, cortinajes, cuadros, luces y sombras eran los propios de la segunda mitad del siglo diecinueve, ese siglo de ciento veinte años que finalizó con la gran guerra. Sus horizontes, sus saberes, sus canciones, eran también de otra época. Estar con ellas era viajar a través del tiempo en que se desplegó su juventud. Y eso que el Mondoñedo en el que yo nací y viví mi adolescencia, el Mondoñedo de los años cuarenta y cincuenta del siglo veinte, poco cambiara en su vida cotidiana con respecto a las décadas anteriores del siglo. Cuando envejecemos recordamos con más frecuencia los años juveniles dónde conocimos a padres, tíos y parientes en su plenitud y lo mismo ocurre con los padres y las generaciones anteriores. Mis tías volvían siempre a los años ochenta del siglo diecinueve.
Ahora soy un sobreviviente de un mundo desaparecido, extrañado ante la nueva gente que habita la revolución digital, un mundo sin el ritmo lento de la carta que se hace esperar y en el que florecía el misterio de la distancia.
Entre los etruscos se creía que los hombres podían alcanzar siete decenas de años, mediando prórrogas que los dioses podían conceder, a través de la oportuna piedad y el sacrificio.
Pero cuando se excedía tal edad, los dioses no se preocupaban ya de uno, lo dejaban abandonado a su suerte y eran inútiles las plegarias y el ofrecimiento de víctimas. Eran puros sobrevivientes. La misma doctrina, variando el tiempo, se aplicaba al estado.
Así pues soy un sobreviviente de un mundo o mundos desaparecidos, sin que tenga que preocuparme de la benevolevolencia o malevolencia divinas, abandonado y a la azarosa sabiduría del cuerpo. La serenidad me ha cogido del brazo y me acompaña, y con tranquilidad espero el momento de solo habitar una fotografía, mientras cumplo con el deber de mantener encendidas las luces de la memoria.