AGOSTO, 23

Dos imágenes en prensa y TV que me disgustan y rechazo: la primera, las sesiones y cónclaves de altos dirigentes, los príncipes de la Iglesia católica (obispos, cardenales) en corte majestuosa que rodea al faraón viviente, el sucesor de Pedro. Solemne e imponente espectáculo.
En un obscuro rincón del tiempo la Iglesia estranguló a Jesús y, revistiéndose del manto cristológico, se proclamó Cuerpo de Cristo, al que reconoce como cabeza. En realidad es el cuerpo y cabeza de ese invento terrible, la Iglesia oficial y jerárquica, la Iglesia universal, de cuerpo panzudo y lujurioso y de cabeza cleptómana, ávida de poder y de riquezas. Históricamente un invento diabólico que, bajo las más hermosas palabras, llevaba hombres y mujeres a la hoguera, de la misma forma que sus aventajados discípulos, los partidos comunistas de corte estalinista que predicaron la supresión de la explotación y de las clases con la adjudicación generalizada de un pelotón de ejecución.
Hoy la Iglesia, en retirada del poder político, sigue mayoritariamente con sus mismos vicios. Se reclama del espíritu y de la pobreza, cosas que ignora “por no ser necesarias en la familia” mientras agita el estéril látigo del dogma.
Sin embargo, la Iglesia católica perdurará. Habrá reformas por supuesto, inevitables: en su organización y en su teología. Las mujeres podrán ser ordenadas sacerdotes y estos podrán contraer matrimonio. La razón de esta asombrosa duración es el poseer una historia sagrada de salvación y de resurrección (como el resto de las Iglesias cristianas y ortodoxas). Que, aún hoy, es imprescindible para millones y millones de seres humanos como calmante y remedio de su angustia ante los sufrimientos, la enfermedad y la muerte. Una historia infantil, si se quiere, pero eficaz, qué duda cabe, historia en la que reina Jesús, a quien la Iglesia trae a primer plano después de haberlo expulsado de su cuerpo. Un Jesús que conserva su atractivo a través de los siglos (como en Occidente lo conserva Sócrates o en China, Confucio). En verdad, lo único atractivo de la Iglesia.

La segunda imagen es la de los líderes del PC chino.
Los ves entrar en las salas congresuales correcta y uniformemente trajeados (parecen los Blue Brothers y uno espera que empiecen a cantar, pero, ciertamente, no son un conjunto musical). Solemnes, hieráticos, indescifrable la expresión, conscientes de su jerarquía y de la distancia que los separa de los militantes que los ovacionan. Son los elegidos, la cúpula del partido y del estado, el resultado de un invento mucho menos duradero que el de la Iglesia, pero que la supera en crímenes en solo cien años de existencia: el Partido Comunista estalinista. Van camino de sus asientos, respondiendo con aplausos a los aplausos de los delegados. Representan que aplauden al partido, cuando se aplauden a sí mismos, al espíritu objetivo que encarnan. Su estética grandiosa y faraónica descansa sobre las fuerzas de seguridad. En el estalinismo, como en la Iglesia de hace siglos, no hay estética sin policía.
El PC chino se ha quitado la máscara, ha renunciado al ideal Comunista, a su evangelio, y es una pura dictadura que favorece el enriquecimiento capitalista y la desigualdad social, la explotación y depredación y contaminación de los recursos naturales, y una política genocida con relación a sus minorías nacionales. A diferencia de la Iglesia católica no posee ninguna historia sagrada y más pronto que tarde desaparecerá.
Es un contrasentido que un Estado tan gigantesco, con decenas, centenas de millones de ciudadanos educados puedan estar embridados mucho tiempo por una organización arcaica que los convierte en metecos, con libertad para el comercio, pero sin derechos políticos, reservados a los militantes del PC.
Me complazco a veces pensando a estos dirigentes casi divinos ante un tribunal que juzgue sus crímenes actuales y su historia criminal: por ejemplo, los millones de muertos del “Gran Salto Adelante”, la decapitación de las “Mil Flores” de Mao, la Revolución Cultural, Tieng Nan Men, las políticas genocidas sobre tibetanos y turcos uigures, pueblos de viejísimas culturas, los últimos ya letrados y administradores de los mongoles. Me gustaría ver en que quedaría el hieratismo e inexpresividad de Xi Jiping y sus secuaces si un tribunal los condenase por estos crímenes y en general por el ejercicio despiadado de la dictadura sobre los pueblos sometidos a su dominio, empezando por el pueblo chino. Se vería, como se ha visto en otros juicios semejantes, que son unos pobres hombres, como todos los que, en nuestros días, necesitan la fuerza para imponerse.

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