En una sombra de la terraza que acostumbro, acariciada por un sol suave que me permite alzar la mirada, observo las fachadas de los altos edificios de nueve, diez plantas que se alzan frente a mí. Pobladas de múltiples ventanas de mediano tamaño, me causan la impresión de una arquitectura cerrada que oprime y asfixia las vidas de su interior, como lápidas que clausuran los nichos de las paredes de los cementerios, de forma que no es evidente la diferencia entre la vida y la muerte de las existencias que las habitan. Diferencia que para la mayoría parece consistir en el traslado del cuerpo de la vivienda temporal a la definitiva.
Sin embargo, en alguna de esas viviendas crece una flor extraña, una especie de “no me olvides” que polinizada por el aguijón del pensamiento transforma en jardín denso y oloroso el vacío sin horizonte de la estancia. Esta flor es el libro y su floración, la biblioteca. Desde fuera nada distingue, arquitectónicamente, los diversos espacios independientes que se integran en el edificio. Pero si se entra en uno en el que crece el jardín de los libros, hasta el más muerto de los vivientes, intuye un mundo distinto, aunque incomprensible, para él indescifrable.
La vegetación de la biblioteca todo lo penetra, se extiende por cualquier nivel o altura, y sus hermosos colores seducen al que la cuida y recorre, siempre ebrio por los perfumes que se desprenden.
Llega el momento en que la arquitectura deja de ser reconocible, pierde sus límites, devorada y digerida por las poblaciones de libros. Lo cerrado desaparece y se abren puertas a dimensiones antes inaccesibles. La biblioteca habitada hace estallar la física del domicilio y lo abre en una infinidad de caminos que llevan a cualquier navegación o destino imaginable. Llamo a esta apertura habitable la casa del poeta. Poeta, el que liba en la flor del libro y da lugar al nacimiento incesante de belleza. Él habita en la pleamar de lo abierto, no sólo sublunar sino que accede desde su jardín a cualquier luz del universo. Lo invisible se vuelve visible sin perder su invisibilidad y su misterio. Todo lo puede pensar el poeta y de alguna forma verlo.
Los límites del cuerpo son sobrepasados, cualquier espacio puede ser recorrido y el tiempo deja de ser irreversible, se abren ventanas al mismo que permiten asomarse a las vidas que fueron y respirar sus olores. Para el pensar del poeta no hay pasado ni futuro, flota en una extensión de agua infinita que configura su deseo.
Para el ser contrario al poeta, que se puede denominar el físico, que vive en su pensamiento en los niveles condicionados por lo cerrado, la casa del poeta es invisible, pasa a través de ella como a través del aire y el “no me olvides” de los libros, a lo sumo una hojarasca inútil y molesta. Todo lo que apetece o es característico de este ser físico o práctico es esencialmente aborrecible o indiferente al poeta: tendencia a la residencia amplia y sin embargo vacía, con la biblioteca ausente y ausente el pensamiento poético, proliferación de las fiestas del cuerpo y temor y angustia ante la muerte, esto último paradójico ya que no es más que el otro rostro de la incomprensión de la vida y el práctico teme lo que ya es pues en cierto sentido es un zombi, que está muerto sin saberlo. Volvemos al comienzo: traslado del domicilio de los cuerpos vivos en estado zombi al domicilio de los cuerpos muertos. Y aún su religión pretende consolarles ofreciéndoles una vida eterna que, en su inverosimilitud, es insuficiente para apagar sus miedos.
Para el pensar poético abrazar la vida mortal es lo esencial y, en consecuencia, incomprensible el temor.
Se podría hablar de dos especies diferentes. Aparentemente habitan, comen, beben, trabajan juntos. Copulan entre sí y pasean la misma realidad. Pero donde unos ven en la luz un puro fenómeno físico, los otros ven en la luz “el primer animal visible de lo invisible” (Lezama). Y esta invisibilidad no es nada metafísico, sino la física bajo el ángulo del pensar poético, una mirada que ha estado siempre presente en nuestra especie. Me pregunto si la evolución, a través del mecanismo de la selección natural conducirá a una humanidad en la que el pensar poético, sea dominante o tendrá como más adecuado para la especie, un cierto nivel del mismo. En el estado global actual de la evolución humana me inclino por esto último.
Aclaro, para que no se malentienda lo expuesto:
Uno. Toda poesía digna de tal nombre, es pensar poético.
Dos. La poesía es sólo una fracción del pensar poético.
Tres. El pensar poético no excluye y es compatible con la necesidad del pensar técnico de las disciplinas y prácticas particulares porque se mueve en otra dimensión desde la que, sin embargo, lo ilumina, lo completa e impulsa su transformación.