SEPTIEMBRE, 28

En un agradable jardín, temperado por un sol en la madurez de un comienzo de otoño, y envueltos en la cordialidad de un pequeño grupo de amigos gozamos de la hospitalidad de la anfitriona V., encantadora en el despliegue de su inteligencia, de su bondad y de su simpatía. Además, magnífica experta en la cocina donde hoy ha preparado unos platos de mi devoción. Se podía probar un bacalao al ajo arriero, una lengua de ternera con cuscús, unas carrilleras, un revuelto de sesos con huevo y perejil… Todos deliciosos y que me hicieron revivir sensaciones de la infancia, especialmente los sesos que no los probaba desde muy niño, preparados por mi madre. Qué placer ver y saborear esa tortilla de hondo amarillo coloreada por el picante. Confieso mi placer, exclusivo, con los sencillos productos tradicionales y que no me interesan todos los desenvolvimientos y desarrollos tendentes a lo complejo en las preparaciones culinarias, con aplicación de “investigaciones científicas”. Absurda la consideración como artistas de los grandes cocineros, saludados como tales por unos críticos que se toman en serio y se consideran, como me decía un larpeiro inocente, gastrónomos, es decir “intelectuales del vientre” (palabras literales) y que consiguientemente escriben textos insoportablemente hiperbólicos y con frecuencia ridículos en sus reflexiones filosóficoliterarias.

Un buen cocinero debe darse por satisfecho con ser considerado un buen artesano, con sólidas raíces en una tradición, parte importante de una cultura y de su historia. Volviendo al convite que originó estas líneas, apareció un pastel ruso como clausura, que me llevó, no sé si equivocadamente, a los círculos de emigrantes rusos en la Europa de los años veinte.

Cerraba ya el sol sus puertas cuando también nosotros nos retiramos, contentos y agradecidos por un día de tal calidad, que pasa a formar parte de mi particular “libro de horas” lleno también de los sabores que prendieron irrevocables en el paladar de la infancia.

Realmente me parecen decisivos los olores y los sabores primeros a los que nos acostumbramos, en mi caso particular, al inventario inicial de los mismos, apenas añadí alguno con carácter permanente. Las pasiones antiguas siguen siéndolo y lo que entonces rechazaba o me resultaba indiferente, continúa rechazado o sin atractivo. Es el sistema del olfato y del gusto, con su número limitado de unidades constituyentes que apenas sufre cambios en el curso de una vida. Es una lengua materna como lo es la lengua que escuchamos y aprendimos desde que nacimos. A lo largo de los años estudié múltiples sistemas fonológicos y aunque comprendidos sus puntos y modos de articulación, jamás pude pronunciar correctamente, ni de lejos, un fonema que no perteneciese al gallego (con sus rasgos pertinentes correspondientes) y de la misma forma, incluso hablando en español, mantengo las distinciones de e y o, abiertas y cerradas, es decir siete vocales. Y no menciono los prosodemas, la melodía o “acento” gallegos por los que me decían cuando vivía en las castillas que era “andaluz del poniente”. Es hermoso poseer estas raíces gustativas y melódicas, estas raíces de planta que colorean imborrables nuestra visión del mundo.

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