NOVIEMBRE, 14

NOVIEMBRE, 14

LA SENTENCIA DEL 14 DE OCTUBRE. ALGUNAS OBSERVACIONES.

Primera. Nada más pronunciada y publicada, los voceros del sistema mostraron por ella su respeto. Se puede discrepar de ella, dicen, y criticarla, pero, como toda resolución judicial, hay que respetarla y acatarla. La expresión “acatar la sentencia” se ha convertido en un verdadero mantra de los catecúmenos de nuestra democracia.

Si abrimos el diccionario de la lengua, cosa que estoy seguro no se les ocurre a nuestros Sánchez o Casado, leemos que acatar significa “aceptar con sumisión… Tributar homenaje de sumisión y respeto”, un lenguaje medieval propio de vasallos, una herencia de un orden monárquico arcaico. Cuando hace muchos siglos, el alto funcionario Símaco expresó sus dudas al Emperador Valentiniano, sobre la idoneidad de unas designaciones de cargos, éste contestó “Sacrilegii enim instar est dvbitare an is dignus sit, quem elegerit imperator” (pues es ejemplo de sacrilegio dudar de la dignidad de aquel que haya sido elegido por el emperador).

Muchos aún hoy gustarían de la vigencia en democracia del concepto de “sacrilegio” pero, afortunadamente, sacrilegio, sumisión, acatamiento, pertenecen a tiempos fenecidos. Por ello una sentencia judicial puede ser aceptada, o rechazada, examinados sus argumentos, criticada en función de lo que contribuya a la convivencia y a la pacificación de la sociedad. Lo que no procede es el arcaico acatamiento. Y los que lo afirman, en el mejor de los casos no piensan lo que dicen.

Segunda. Es obvio que en la separación democrática de poderes corresponde al poder judicial juzgar y ejecutar lo juzgado. Una resolución judicial, como la sentencia del 14/10 (y con independencia de los recursos que contra ella quepan o de los posibles indultos) es un hecho objetivo, que modifica la realidad y frente a la cual, en lo que nos afecta, es preciso orientarse y saber reaccionar, como el caminante que encuentra su ruta impedida por un derrumbe o un obstáculo cualquiera.

Una sentencia no se acata, se tiene en cuenta inevitablemente como una realidad en nuestro horizonte, que favorece o perjudica según los diferentes intereses y expectativas y cuyos efectos sobre los mismos procede estudiar. Ciñéndonos a la sentencia del 14/10, ésta ha pasado a formar parte de nuestra realidad jurídico-política, sin perjuicio de que sobre la modificación que en la misma ha introducido haya una reacción (inevitable) de lo existente afectado. Surge así una polémica cuya escala varía de un grado inapreciable a uno máximo en los asuntos más generales y de mayor calado constitucional y político. Polémica que lleva a nuevas configuraciones y equilibrios, en un proceso más o menos largo de estabilización.

Tercera. La sentencia del 14/10, en consecuencia no abre ni cierra (sobre todo cierra) ningún camino. Son absurdos los comentarios de políticos, tertulianos, juristas o periodistas de que, por ejemplo, el derecho a decidir quede desmontado y cancelado en x páginas de la resolución judicial. Puede negarse jurídicamente con relación a un determinado texto constitucional o a una determinada tradición jurídica (ni siquiera esto es así, como veremos luego). Pero si el derecho a decidir, como el derecho de autodeterminación, el derecho al referendo y, en general, los derechos colectivos de los pueblos se fundan en la política, en las exigencias de la política democrática más básicas y fundamentales, estos derechos que en realidad son exigencias radicales de la democracia, subvierten el texto constitucional anquilosado y con frecuencia ponen de manifiesto la legalidad ilegítima de éste, en el caso de la Constitución española, v.g., el pacto bastardo con el franquismo de la transición.

La afirmación de la sentencia de que sin Estado de derecho no hay democracia admite una fácil inversión: sin democracia no hay Estado de derecho. Por supuesto que la relación entre ordenamiento jurídico y democracia es dialéctica, ambos son los dos rostros de Jano y ambos son imprescindibles. Pero frente a una Constitución que, como mínimo, supone siempre una censura, mayor o menor, de las exigencias democráticas que la fundan y susceptible de anquilosamiento, fosilización o inadecuación a lo largo del tiempo, del manantial democrático brota siempre el agua más fresca, las exigencias más actuales y que se acomodan a las nuevas circunstancias económicas, sociales y políticas. Por ello el momento democrático es prioritario con respecto al constitucional. Y si por supuesto en un Estado de derecho es indispensable que la exigencia democrática circule por el cauce jurídico constitucional, el ordenamiento constitucional no puede cerrarse a las demandas democráticas que lo desbordan, debe abrirse a las mismas y posibilitar la reforma de la Constitución que en sentido hegeliano la cancele (Aufhebung) elevándola a un superior nivel democrático. Las exigencias del radicalismo democrático cuya legitimidad o autenticidad resultan de la mayor paz social que deriva de su realización, de no ser acogidas por el ordenamiento jurídico, lo subvierten o, reprimidas, conducen al deterioro fatal del Estado de derecho que se dice defender.

Cuarta. Este enraizamiento del texto constitucional y, en general, de la biblioteca legislativa de un Estado de derecho en la siempre cambiante realidad política (en su más amplio sentido, en relación a una polis o a una sociedad concretas como totalidad) vuelve ilusorio pensar en la posibilidad de un argumentario jurídico puramente técnico, aséptico en aislamiento (imposible) de los valores y conflictos de la realidad. Una realidad dinámica cuyos complejos componentes socioeconómicos, culturales, políticos, éticos, engendran pretensiones que no pueden aspirar a definir la totalidad del cuerpo social por su naturaleza inevitablemente parcial, sin perjuicio del carácter hegemónico de algunas en una determinada sociedad.

Esta situación de normal diferenciación y conflicto presupone la existencia de muy diversas gramáticas (culturales, económicas, éticas…) que describen la sintaxis de las lenguas sociales que se contraponen. Y precisamente ahí surge la necesidad del derecho, de la gramática jurídica que decide cuál gramática social es hegemónica. ¿Pero en qué consiste esta gramática jurídica que funda la hegemonía en unos aspectos u otros de una gramática social? Por una parte tenemos la biblioteca de las disposiciones legales (en sentido amplio) en las que se expresa la mítica voluntad del legislador lo que implica un sistema legal que no es evidente, como una preordenación, una pregramática legislativa, en el sentido de que siempre es posible describirlo sistemática, gramaticalmente. Pero justamente del trabajo de investigación del cuerpo legal por los juristas surge no una gramática única, sino una pluralidad de ellas, sin perjuicio del carácter dominante de una u otra. Y el origen de esta pluralidad reside en dos factores. Por una parte, el haber brotado el cuerpo legal de realidades socioeconómicas, sincrónica y diacrónicamente muy diferentes. Todo cuerpo legal está invadido por la política. Por otra los juristas (profesores, jueces,…) al describir o aplicar la variedad de sus gramáticas están inmersos en un océano de valores y de realidades extrajurídicas que inclinan sus preferencias gramaticales. También están invadidos por la política.

El principio más general que pensemos para definir la justicia (dar a cada uno lo suyo, el logro de la mayor pacificación social…) son puramente políticos y llevan en su aplicación una contradicción inevitable en su seno, a causa de su ambigüedad e indeterminación.

Quinta. Ciñéndonos ahora al plano judicial, los tribunales, al decidir, comparan los hechos juzgados con la hipótesis contenida en la norma, comparación guiada por la gramática asumida (que pueden ser varias, de ahí los votos particulares o el eventual éxito de los recursos).

Pero inevitablemente la sentencia se basa en una gramática hegemónica que en los asuntos de mayor calado jurídico-constitucional, es la gramática del sistema o que lo favorece. Es cierto que el judicial es uno de los tres poderes del Estado, pero la cúpula judicial forma parte de la cúpula del Estado y defiende los supremos intereses de ésta, variable en cada momento histórico. El diasistema de la cúpula es así el dominante y funda la resolución judicial. Pero el desequilibrio producido por la hegemonía de la gramática que funda la sentencia es aún mayor si observamos que en los grandes conflictos políticos, como hoy el catalán, al presentar judicialmente la actividad del independentismo bajo la luz de la gramática del sistema, se excluye de raíz otra gramática rival que la describiría de una manera muy diferente, la gramática que inevitablemente surge si se acepta que Cataluña es una nación. Este choque de gramáticas lo excluye la cúpula del Estado pues su gramática, como el Dios del antiguo testamento, es una gramática celosa. Esta exclusión la vemos también crudamente, en el plano político al negarse la existencia de un conflicto y afirmar “un problema de convivencia”, asunto banal que cualquier gramática jurídica puede pensar sin poner en cuestión sus fundamentos. Otra cosa es que consiga resolverlo.

Admitir que Cataluña es una nación revoluciona el diasistema de la cúpula del Estado, por eso en cualquier ámbito del sistema, se niega el conflicto, y los hechos y exigencias derivados del mismo se presentan amputados, dentro de una gramática inadecuada para describirlos y bajo ningún concepto se admite una descripción nacional de los mismos.

Vemos, pues, que la gramática jurídica impone una gramática política, que es ingenuo pensar en una puramente jurídica decisión justa sobre el conflicto, que en realidad hay gramáticas políticas impuestas judicialmente que se suceden a lo largo del tiempo y que solo pueden ser juzgadas por la paz social que aportan. De la misma forma que según el orden medieval la filosofía es sierva (ancilla) de la teología, el derecho, en cualquier tiempo imaginable, es siervo de la política. Y en ello no hay desdoro alguno, pues el derecho no alberga en su seno a grandes principios como el de justicia o el de la paz social, que son extrajurídicos, sino que es una mera técnica al servicio de los mismos, una ingeniería social.

Sexta. Ya en el terreno de la sentencia del 14/10, la totalidad de sus argumentos que descalifican los de los procesados se basan en una gramática jurídico-constitucional que apenas viste la gramática política hegemónica. Frente a cada una de sus afirmaciones podría alzarse la contraria si la gramática política dominante fuese otra, por ejemplo, la de la nación catalana. Esto es tan evidente que no vale la pena insistir.

Más interesante es examinar alguna de las afirmaciones referidas al alcance de los hechos juzgados: “una ensoñación”, un mero forzar una negociación con el Estado. Aquí la afirmación de su agramaticalidad es máxima, hechos sin significado sistemático, que no plantean mayores dificultades para la descripción dominante, probablemente con el fin de evitar las condenas más graves.

Séptima. Creo que no hay que ser muy severos con los jueces del tribunal sentenciador. Es cierto que pudieron calificar los hechos como un delito de desobediencia que apareja inhabilitación. Si la política no hubiera judicializado los hechos, la suspensión de la autonomía cuantas veces fuese necesario (desde el punto de vista del Estado) sería suficiente como hizo el Reino Unido con Irlanda del Norte. Al producirse la judicialización, la condena por desobediencia no hubiera sido contradictoria con la gramática aplicada, sobre todo tal como se describieron los hechos, pues la rebelión o la sedición no son de la madera de los sueños. Quizás se asustaron ante horizontes desconocidos, al facilitar la absolución (por rebelión y sedición), el avance en la sociedad de una gramática política, la de una plurinacionalidad que desbordaría el actual orden constitucional. Pero en general no hubo una gran severidad. Todo el mundo sabe, empezando por los jueces, que no habrá cumplimiento íntegro de las penas. Ni tampoco se pronunciaron sobre limitaciones del régimen penitenciario, cuestión de importancia decisiva.

La justicia europea, como ya ocurre con las euro-órdenes, juzgará, con aplicación de gramáticas más comprensivas, los recursos contra la sentencia y sobre decisiones concretas (v.g., la inmunidad de los eurodiputados) pero lo que ya no se podrá subsanar son los dos años de prisión preventiva de los procesados, auténtico abuso y ensañamiento judicial motivado no sólo por obstaculizar la actividad política de procesados carismáticos, sino también, y lo creo sin dudas, por castigo de una imagen que permanecerá en la memoria de jueces imbuidos de su fuero: la obstaculización que afirman del cumplimiento de resoluciones judiciales, simbolizada por Cuixart, sobre el furgón policial y el otro Jordi, arengando a los manifestantes, mientras la secretaria judicial (el miedo, aunque inmotivado, es libre) huía por el tejado. Solamente cuestiones de psicología judicial pueden explicar el abuso y condena de la prisión de los Jordi (además del deseo de obstaculizar su liderazgo).

En definitiva, servidores del sistema y ajenos a la grandeza propia del legislador, de que hablaba Max Scheler, cumplieron con lo que consideraron su función, defender al Estado. Ahora se retiran a un segundo plano (alguno a la irrelevancia de la jubilación) perdido el protagonismo mediático. Como en sus diarios escribió Kafka, “un presidente de audiencia, como un cristiano distinguido no interesa a nadie”.

Octava. La cuestión de las diversas gramáticas político-jurídicas trae a primer plano otra contraposición fundamental: la que existe entre la gramática de la conciencia individual y la que funda la sentencia de un tribunal. Ambas están enraizadas en la sociedad pero pueden ser muy diferentes: la gramática de Antígona frente a la de Creón, conflicto y problemática que atraviesa los siglos. Y que examinaremos en otra ocasión.

NOVIEMBRE, 21

MÁS SOBRE LA SENTENCIA DE 14/10: AMNISTÍA INTERNACIONAL, CRÍTICAS.

Esta semana amnistía internacional presentó un informe sobre la sentencia que condenó a los procesados catalanes. Aunque admite que los políticos responsables del uno de octubre que ocupaban un cargo público cometieron “algún tipo de delito” rechaza el delito de sedición que conlleva altas penas de prisión y, sobre todo, su tipificación abierta, de amplios y ambiguos contornos que deja amplio margen a la interpretación judicial y, en consecuencia, a la ambigüedad y (añado yo) a la represión política cuando convenga.

Especialmente dura es la posición de amnistía sobre la detención y condena de los “Jordi”. Ambos, presidentes de entidades de derecho privado, sin la condición de funcionario. Toda su actuación, dice, está amparada por el derecho a la libertad de expresión. En ningún caso en los hechos juzgados ha sucedido algo punible, por lo que pudieran ser imputados, por ello su prisión preventiva durante dos años y la posterior condena a largos años de cárcel (como si hubieran sido autores de un homicidio) es una injusticia legal. Son presos políticos y solo puede callar o negarlo una sociedad anestesiada por la manipulación del sistema o insegura y temerosa ante una identidad nacional puesta en cuestión. Cuando la justicia europea ponga las cosas en su sitio, aún desde el poder se seguirá afirmando que somos una democracia madura y cuyas garantías están a la altura de las mejores del mundo.

El origen de la mayor parte de los problemas que afectan hoy en España a la libertad de expresión reside en la actividad del poder judicial, con el estrecho apoyo de los partidos conservadores que, cuando logran el poder político, impulsan la legislación represiva que sirve de base a las condenas de los tribunales. Yo, ignorante del derecho penal y del derecho constitucional, me pregunto: si el delito de convocatoria ilegal de referendo no está recogido en la legislación penal, incluso recién, el presidente del gobierno, en un debate electoral, propuso incluirlo, ¿cómo puede haber desobediencia al Tribunal Constitucional? El alto Tribunal no puede prohibir lo permitido o lo no recogido por una figura delictiva.

Decía que tenemos un grave problema con nuestros jueces en relación con la libertad de expresión, situados muy a la derecha de la opinión mayoritaria del país y que realmente no contribuyen e incluso obstaculizan la acción política de un gobierno progresista en una búsqueda prioritaria de diálogo y soluciones que eliminen las tensiones, fundamentalmente derivadas del problema nacional en España.

En una entrada reciente de este mismo diario enumeré numerosos casos de lo que puede ser llamada sin máscara alguna, represión judicial en apoyo de concepciones político-sociales e ideológicas compartidas por los jueces y de las que se creen los últimos defensores, los salvadores aunque sea frente al poder político. Habría que decirles que su función es mucho más modesta pero, paradójicamente, mucho más importante: asegurar el máximo de libertad en pacífica convivencia. Y aunque no lo crean (y se lo ha tenido que recordar Estrasburgo) una actuación inocente, como quemar la fotografía del Rey, o blasfemar, o ejecutar performances, que para algunos pueden resultar desagradables, libera tensiones y fortalece, no solo una mayoritaria paz social, fortalece también al sistema. Las sociedades antiguas, sin nuestra democracia, sabían mucho de la utilidad de tener, en su calendario, días y ritos de “inversión” del poder político y social.

Pero parece que a nuestros jueces les cuesta comprender esto. Continuamente nos sobresaltamos al leer la prensa, sorprendentes noticias: un magistrado de la Audiencia Nacional investiga el vasco “ospa eguna” que podríamos traducir cortésmente por “día del adiós”. “Ospa”, como interjección, significa “Fuera!, Largo!”. El verbo ospa- es “festejar, celebrar”. No sé si es la misma raíz o simples sinónimos. Nuestro buen juez, después de rechazar prudente un delito por terrorismo, investiga por un posible delito de odio, odio a la Guardia Civil. Por esa regla de tres podría investigar por odio al republicano que le grite “¡Fuera!”, al Borbón o a quien se manifieste con una pancarta del mismo contenido ante la propia Audiencia Nacional. Los ejemplos, absurdos y tremendamente dañinos para la vida democrática normal podrían multiplicarse. Otro reciente es la investigación a una política catalana, por no recuerdo que órgano judicial, por haber manifestado la evidencia, que la violencia hace visible el conflicto, lo que no implica apoyarla. Y no olvidemos que la violencia del poder en su normalidad es violencia disfrazada con el ceremonioso traje de la institución aunque, caso necesario, no renuncie a la calle.

Entre tanto, en los partidos y sectores de la derecha conservadora se gritan fueras! terribles o insultos inconcebibles como los recientes sobre “las trece rosas” que deberían aniquilar política y socialmente a quien los pronuncia. Pero no pasa nada y ningún juzgador se siente aludido. Y no es que yo sea partidario de reprimir estos mensajes y proclamas, salvo en los casos más extremos y graves para los que son suficientes los actuales delitos de injuria y calumnia. Incluso defiendo la libertad de proferir vivas a Franco o la de celebrar actos en su memoria (como en la de Hitler o Stalin). La descalificación de los autores en una sociedad madura tiene que ser social, la represión judicial o administrativa perjudica a la paz social. Recordemos, además, el “ayer vinieron por… Hoy, por…. Mañana…”.

Para poner un freno a la problemática objeto de estas líneas, tengo claro que un poder político progresista debería llevar a cabo una reforma del Código Penal, limpiándolo de todos estos delitos de opinión y de odio que llevan a la sociedad a parecer el patio de recreo de “las hijas de María” y a castigar en defensa de lo políticamente correcto. Por supuesto reforma profunda de los delitos de terrorismo y de rebelión o sedición. Recoger en la legislación constitucional la posibilidad de organizar referendos, con los requisitos y garantías procedentes. Reformar de raíz la prisión provisional (y en algunos aspectos es un buen ejemplo U.S.A., donde un presunto asesino iba desde su domicilio al corredor de la muerte). Reformar el acceso a la carrera judicial que en su actual configuración como oposición sobre la base de un temario simplista es una fuente de acondicionamiento psicológico autoritario para los futuros jueces (ejemplos para esta reforma tenemos abundantes en el mundo anglosajón). Reforma también sobre la instrucción, atribuyéndola a una fiscalía renovada y potenciando la figura del juez de garantías. También defensa a ultranza del juez natural y supresión inmediata de la Audiencia Nacional que parece sentir cada vez más la gravedad del antiguo Tribunal de orden público, su legítimo progenitor. Y una ley clara y generosa de responsabilidades civiles de los Tribunales y de las consiguientes indemnizaciones. Esto para empezar. Volviendo al comienzo, a la condena de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart: es bien triste que esta condena, que nos avergüenza como ciudadanos de una democracia, sea el resultado de una decisión judicial en lo que participó algún juez “progresista”, en su día fundador de “jueces para la democracia” y que de su actividad como magistrado del Tribunal Supremo solo quedará memoria (memoria limitada en el ámbito del estudioso de estos aspectos de la historia) de dos resoluciones: una, como ponente, en la que supuso la expulsión de Garzón de la carrera judicial. Muchas son las sombras (al lado de las luces) de un personaje como Garzón. Pero un juez, digno de tal nombre nunca hubiera debido hacerle el trabajo sucio a la derecha judicial. Condenado, siempre aparecerá Garzón como victorioso. Y dos, como integrante del voto unánime. En la segunda: ese voto será derrotado, sin duda alguna, lo es ya, por la historia y los Jordi entrarán con letras de oro en la historia de Cataluña. Y en la de España quedará clara la injusticia. La aclamación mediática y política de los sectores afines es flor de un día y la derrota judicial, inevitable.

Ahora, camino de la irrelevancia y del olvido en su jubilación, ojalá goce de largos años en su cómodo retiro provincial con devagar suficiente para pensar en qué recodo del camino de un poder (modesto, aunque buscado con ahínco) perdió la esbelta figura del ideal que compartíamos.

NOVIEMBRE, 27

ADAPTACIÓN DE POLÍTICOS A UN MEDIO CAMBIANTE

Estoy sorprendido con Pedro Sánchez. En realidad jamás ha dejado de sorprenderme. No ciertamente por su bagaje intelectual ni por la amplitud de sus horizontes. Pero sí por su dureza y su resistencia, por su insumergibilidad. Saltarín de la cama elástica, con cuanta mayor fuerza cae, con mayor altura asciende. Un fracaso le añade nuevos anillos de crecimiento. Pese a todo y a todos ha convertido lo que parecía una anécdota en presencia que gravita.

Pero su pacto con Podemos genera una luz que lo precisa en su entorno, de una forma antes nunca vista, aunque por algunos sospechada. El abrazo con Iglesias me ha abierto los ojos. Lo considero, entre los políticos españoles, el más fiable, el único capaz de resolver problemas que parecen irresolubles, tal el catalán. Y la razón de mi confianza en él reside no sólo en su perfecta adaptación al medio, a su nicho ecológico, si no, sobre todo, en detectar cualquier cambio en aquel, por pequeño que sea al comienzo, y así iniciar las modificaciones precisas en su organismo que paralelizan las transformaciones del medio, evolucionando juntos hasta la estabilidad de la ecuación que resuelve las exigencias de la situación. Y fijémonos en que cualquiera que sea el ritmo, lento, rápido o vertiginoso de los cambios en el entorno, el organismo de Sánchez se adapta perfectamente y sin errores. A un observador superficial podría parecerle que los prevé.

Y lo más admirable, en pleno cambio adaptativo, desarrolla unos órganos, llamados agarraderas y pasarelas, que le permiten lentificar la velocidad del cambio, si no se perjudica su sobrevivencia e insinuar el paso a otros horizontes ecológicos que el propio Sánchez puede provocar. Así, en un entorno político, el cual es, entre los medios en los que evolucionan los organismos, tremendamente dinámico, sometido a permanentes tensiones de cambio, Sánchez se encuentra en perfecto equilibrio, prescindiendo de turbulencias anecdóticas que, cuando desaparecen, nos permiten ver la navegación apacible de nuestro político, cualesquiera que sean, repito, los cambios en las exigencias del entorno. Es indiferente la existencia de una atmósfera en la que predominen los gases de la nación indivisible o de la pluralidad de naciones o cualquier mezcla de los mismos. El presidente Sánchez, mediante las oportunas adaptaciones, respira a pleno pulmón. Tampoco importa la dureza conservadora del suelo que pise o que florezcan las grietas por las protestas sociales. El presidente Sánchez caminará su estatura con contoneo firme y confiado. Hasta puede beber, con gesto de satisfacción, la copa llena del veneno Borbón y, después de regoldar satisfecho, aceptar la botella “Tercera República” que le ofrecen. ¿Cómo no sentir admiración ante un político semejante que sobrevive y crece en los terremotos políticos, allí donde otros perecen irremisiblemente, faltos de capacidad de adaptación? Realmente ya ni tiene tiempo de sentarse a su puerta, ante el paso continuo de las especies rivales extinguidas, por su propia rigidez y por la habilidad predatoria y asimiladora del presidente. Aún no lo sabe Pablo Iglesias pero su fagocitación ha comenzado.

Por eso me reafirmo en mi idea de que un político que ha logrado resolver el problema de su sobrevivencia, adaptándose a cualquier entorno político imaginable, resolverá cualquier problema que afecte a nuestro Estado, pues esa solución está implícita en la adaptación del Presidente a las exigencias dominantes, en cada caso, del entorno sociopolítico.

Otro caso de perfecta adaptación al medio político, si bien a otra escala, local, es el alcalde de Vigo, Abel Caballero. Se trata en este supuesto de un medio político muy diferente al del presidente Sánchez. Es un medio fundamentalmente estable a medio y largo plazo (considerada la edad del mandatario). Esta estabilidad del nicho ecológico vigués descansa de modo principal en el horizonte muy limitado de la mayor parte de los organismos que lo colonizan, lo que permite atender y satisfacer con facilidad algunos de sus requerimientos básicos, v.g., desplazamiento cómodo, vertical y horizontal, dentro de su caracol ecológico, v.g., las demandas de oferta lúdica. Demandas de gran simplismo, estructural en la mayoría poblacional de un nicho local pero que retroalimenta, con conocimiento adaptativo impresionante, el sr. alcalde quien, con perseverancia, ha estado inoculando en los organismos de los que extrae el preciado voto, eficaces drogas de infantilismo que fluyen por los receptores conocidos con el nombre de “selfies” que, por mutación, se han extendido entre los ciudadanos. Así, el infantilismo básico de estos se ha incrementado con dosis masivas de “dinosaurio familiar”, “tele alcalde” para la compañía cordial, representaciones diarias de la serie “Vuestro alcalde en la calle os resuelve” y, sobre todo, el último hallazgo en manipulación municipal, la droga lumínica que, en la estupidez del común, y no obstante su sencillo mecanismo binario “encender/apagar” provoca un histerismo generalizado, desplazamiento de poblaciones, éxtasis, diría religioso ante el advenimiento de la luz (¡Tres, dos, uno, cero!: ¡Hágase la luz!). La luz pasará pero Caballero seguirá presente. Un efecto inesperado de esta droga es la alteración del calendario gregoriano. Ya no se dice “¡Feliz Navidad!” el 25 de diciembre ni quince días después como en la Navidad ortodoxa. La Navidad del reformador religioso Caballero comienza el 23 de noviembre (de momento pues hay signos que muestran su voluntad de extenderla a todo el año).

Pero en su tremendo esfuerzo de adaptación al entorno vigués para dominarlo con el fin de aumentar siempre más y más la droga que necesita para sobrevivir, ese voto más preciado que el oro, don Abel ha concluido con éxito una reducción de su horizonte político. No habiendo logrado adaptarse a entornos políticos fuertemente cambiantes y complejos (política estatal, comunidad autónoma), ha encontrado en el ambiente municipal el nicho perfecto para sus características. Al igual que los organismos que han colonizado islas durante millones de años, él, en este microambiente, ha tenido que reducir, limitar las dimensiones políticas y el aparato intelectual de un doctor por Oxford o Cambridge, claramente perjudicial a nivel municipal. La pequeñez lograda le ha supuesto un tremendo éxito adaptativo y nada permanece de su anterior tamaño. Ante un altavoz, sus intervenciones caraoque son indistinguibles de las de sus votantes y su populismo que halaga los más vulgares prejuicios de estos, alcanza su cumbre en el Vigo planetario, cósmico que pregona. Incluso presiente una significación cristológica para la ciudad: “Por qué, oh Cristo de la Victoria, has elegido Vigo?” se pregunta. Y realza la fiesta de la Reconquista, una reconquista más mítica aún que la reconquista de la España musulmana. Un público enfervorizado de Cachamuiñas lo jalea y hasta los restos de un humilde precursor, el Leri del balompié playero, lo aplauden.

En este Vigo global, con presencia decisiva en las tierras y en los mares del planeta, el evangelista apócrifo Caballero lucha contra el mal que hostiga su universo y que amenaza su obra de salvación: la Xunta diabólica y sus lacayos, pero escrito está que el mal no prevalecerá, por lo menos, mientras el profeta del viguismo se encuentre entre su pueblo.

Solo hay una nota discordante en este cuadro tan esperanzador, los resultados del Celta de Vigo amenazan con llevarlo a Segunda División, como al descarriado Deportivo que olvidó las enseñanzas de otro gran profeta, Paco Vázquez. Una honda preocupación llena el corazón del alcalde. Un Vigo que asciende de forma tan vertiginosa no es compatible con el descenso del Celta a los infiernos de Segunda División. ¿Qué pasa con Mouriño, el presidente del clube? ¿Y con el astro de Moaña, con la sequedad goleadora del Príncipe de las Bateas? ¿Estarán hechizados por la mirada que inmoviliza de la serpiente autonómica?

Una nueva y gran batalla se anuncia en nuestra ciudad. Y sospecho que la infinita luz que tan ágilmente cabalga Abel va a jugar decisivo papel en la salvación del Celta, en la nueva reconquista deportiva.

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