23 DE ENERO

El veintidós de diciembre del pasado año se editó y fue presentado en Mondoñedo en “A casa dos coengos” un ensayo mío titulado “Cunqueiro e Lezama”. Inaugura la colección “Selva de Esmelle” editada por la casa-museo Álvaro Cunqueiro, precisamente en la fecha en que se cumplen ciento ocho años del nacimiento del escritor mindoniense.

El texto del ensayo, ampliamente modificado y traducido al gallego, se basa en dos conferencias pronunciadas por el que esto escribe en la desaparecida librería Mishima, de Vigo, el año dos mil quince. Hoy, con nuevas modificaciones, será publicado por secciones en el presente diario. Para su fácil localización, en cada entrada se indicará las fechas de las anteriores.

Como prólogo al mismo es necesario reflexionar sobre el texto mítico griego (mûthos: palabra, discurso). Mejor sería hablar de textos, discursos, palabras, en plural, a menudo y en apariencia contradictorias, pero solo en apariencia. Pues corresponde a la imagen del mito, como imagen paradisíaca, un total albedrío. De su reino las leyes de la lógica no son ciudadanas, una identidad ama presentarse como su contraria.

Sobre esta palabra mítica griega se inclinaron, absortos, Lezama y Cunqueiro, como otrora Narciso, el hijo de Céfiso, sobre el espejo del agua de la fuente, en busca de una imagen soñada y perdida. Y sin salir del sueño de esa contemplación, los dos legaron a los hombres unas imágenes prodigiosas, que abrazan el momento auroral griego al que pertenecen su savia y sus raíces. Me gusta pensar que los textos de Lezama, y sobre todo, de Cunqueiro, si llegasen a los atenienses por medio de un vehículo paradisíaco, serían pensados como propios, sin extrañeza, explicados por un Heródoto que hubiera viajado por el espacio-tiempo.

El texto mítico (griego) está atravesado por el vuelo libre de la imagen. Su omnipotencia impulsa la transformación generalizada de lo existente, sujeto a constantes metamorfosis. Todos los seres animados (dioses, hombres, animales) así como las cosas y realidades que mal llamamos inanimadas (incluidos los fenómenos naturales) poseen la facultad de fecundar y de engendrar. Todo también puede ser útero prodigioso, abertura que abre el camino a la luz de la existencia. Y lo concebido por las imágenes que engendran no guarda obligada relación con ellas: ante nosotros puede alzarse un Dios o un semidios, un humano, una serpiente, un caballo alado, un monstruo.

La semilla que engendra reside no sólo en el esperma, semejante en poder fecundador es la sangre, y especialmente la derramada con violencia. Y el agua que fluye de los ríos y el viento que golpea excitado. Como receptáculo de esta semilla no solo el útero divino o humano, la tierra es la gran paridora de toda clase de poblaciones, el mar y su espuma, los árboles que abren su entraña, hasta la cabeza y el muslo del padre de los Dioses.

Hay, desde luego, excepciones. Lo masculino no engendra en lo masculino. Ni Zeus en Ganímedes, ni el centauro Quirón en Heracles, en su “simplegma” (entrelazamiento) de titanes. Ese Heracles que en una noche engendra en cincuenta hembras sin necesidad de multiplicar la duración de aquella como su padre. Es necesario que medie una metamorfosis previa, por ejemplo, en árbol para que produzca los frutos de su especie. Tampoco suele ocurrir que la fecundidad elija su escenario entre lo pequeño y humilde inanimado (aquí, y en otros muchos aspectos, es más radical el texto paradisíaco cunqueiriano).

Metamorfosis y engendramiento está estrechamente relacionados. La metamorfosis puede ser utilizada por las divinidades, principalmente por Zeus, para facilitar la cópula con las esposas y las hijas de los hombres, pero también con finalidades de castigo, piedad, protección o equidad. Pero el poder de desencadenar la metamorfosis es monopolio de la divinidad, aunque objeto del mismo pueden serlo los dioses, los humanos, los animales y lo inanimado.

La capacidad de engendrar tampoco hay que relacionarla biunívocamente con la semilla del esperma. Mencionamos ya anteriormente la capacidad engendradora de la sangre, que no es solo la sangre derramada de una existencia fecundada, sino de la sangre en general. De los relatos míticos resulta que basta la puesta en contacto de dos objetos, uno de los cuales es generalmente la tierra, para que se alce un nuevo existente, con frecuencia, de especie diferente a sus progenitores. Como estamos en el reino de la imagen, el transporte metafórico de la imagen de un objeto a la órbita de gravedad de otra tiene un efecto genesíaco y brotan imágenes en un surtidor inagotable. Por obra del transporte universal de la metáfora todos los eros son posibles y también las combinaciones de sus frutos que sumergen los estrechos límites de la fertilidad interespecífica.

Este entrecruzamiento infinito de las imágenes engendradas, en laberínticas telas de araña trasluce la identidad de fondo que subyace a la variedad de lo existente, identidad que vuelve posible la fecundidad de los entrelazamientos. Al final un parentesco universal relaciona a los dioses y a los hombres, y enlaza a la totalidad de lo real habitada por la imagen. Un lector del texto mítico hallará provecho y alegría en establecer “cuadros de familia” de los que pueden resultar familiares inesperados. Recordemos a Hesíodo: “del mismo origen son los hombres mortales y los dioses” (estos últimos inmortales, pero no eternos). En definitiva, los humanos tenemos la misma madre, la tierra, que los dioses y compartimos genes del abismo, de las tinieblas y de la noche y, también, de Urano, del éter y de la luz.

En el texto mítico griego, como en la poética lezamiana y en el texto paradisíaco cunqueiriano, la poética ha tocado con su varita mágica la realidad y la ha transmutado en imagen. La palabra ha encarnado en la realidad, ha roto los velos ilusorios de ésta y la ha vestido con el tejido suntuoso de la imagen. Y nos ha arrastrado a nosotros, los existentes efímeros, al furor de la cópula metafórica. Con fuerza irresistible nos invita a vivir en “el libre albedrío de la imagen”.

Este furor genesíaco del texto mítico griego comienza, paradójicamente, después de la separación de los dioses y de los hombres en Mekone, A estos hombres de la Edad de Oro, comensales de los dioses, que no comían carne y nacían de la tierra, en ausencia de mujer, difícilmente podemos considerarlos nuestros iguales. Fue la aparición de la mujer, regalo envenenado de los dioses y la apertura de la caja de Pandora la que creó al hombre como tal. Pan-dora, todos los dones, cada Dios le regaló un presente de hermosura. Cuando Pandora estuvo dispuesta, sonrió y dio unos pasos. El efecto de su imagen trastornó a los dioses, quedaron “estupefactos”. Pensemos en el asombro de los hombres. Unos dioses que estaban habituados a sus parejas. Recordemos el canto XIV de la Ilíada, cuando Hera se acicala y embellece para seducir a Zeus… y lo logra, nada menos, que al padre de los Dioses (“Járis d’Apelémpeto Polle”, brillaba una hermosura inmensa). Y sin embargo, a partir de la aparición de la mujer, y sin desdeñar a los efebos, los Dioses, y principalmente Zeus, no tuvieron descanso en observar el mundo desde el Olimpo, en busca de la belleza de la mujer. Así Zeus inicia su continua serie de metamorfosis, imposibilitado de ofrecer su presencia aniquiladora, para gozar de la hembra humana: durante una noche triple, bajo la apariencia de su esposo, engendró en Alcmena a Heracles. Como cisne puso en Leda el huevo de Helena y Pólux. Vemos en la cerámica la lúbrica excitación del ave con la que juega Leda. Lluvia de oro para engendrar a Perseo de Dánae. Sátiro, para disfrutar de Antíope, de la que tuvo a Leto y Anfión, éste luego unido a Níobe, hija de Tántalo.

Como buey blanco raptó a Europa, biznieta de Ío, de quien tuvo tres hijos, entre ellos Radamantis a quien casó con Alcmena, madre de Heracles. Otro hijo, Minos, casó con Pasifa. Son conocidos sus amores con el hermosísimo buey enviado por Poseidón, fruto de los cuales fue el minotauro. Como ya Ío había sido transformada en blanca ternera, para protegerla de los celos de Hera, es clara la importancia del albo vacuno en la estirpe de Europa y de algún modo nosotros europeos deberíamos reconocer la importancia de su imagen en nuestros símbolos.

Mencionemos otras dos aventuras eróticas de Zeus: bajo la apariencia de Ártemis, su hija, sedujo a Calisto. Y como serpiente se deslizó entre los muslos de Olimpia, el fruto inmortal es Alejandro Magno. Importante para la poética es que Zeus, a través de su unión con la titánide Mnemósine (memoria) sea el padre de las nueve musas, a quienes podemos ver, y escuchar cantando, en su camino hacia el Olimpo.

La sangre, como el esperma, engendra, de la cabeza de la gorgona Medusa, decapitada por Perseo, mana sangre. De ella alza el vuelo Pegaso, el caballo alado, y también surge el gigante Crisaor. Unas algas humedecidas por aquella se transforman en coral.

Una imagen bellísima que involucra al semen, a la savia y a la sangre es la del amor incestuoso inducido por Afrodita en Mirra, por su padre Cínicas, rey de Chipre. Consumado el incesto, Mirra es transformada en el árbol de su nombre que, a su tiempo, se abre y da nacimiento a Adonis, del que inmediatamente se apasionan Afrodita y Perséfone. Desdichadamente el colmillo del jabalí abre herida mortal en el muslo del joven. De la sangre vertida florece la anémona.

Pero también los Dioses y los hombres intentan violentar a las Diosas. Efesto, el Dios especialista en mecánica y forja, salpicó con su semen el muslo de la Virgen Atenea. De la semilla arrojada al suelo nació Erecteo, rey de Atenas. Más atrevido fue Ixión, hijo del rey de los lapitas, amigo de los Dioses y saboreador de ambrosía. Deseó a Hera y ésta se salvó de la violación por la interposición de una nube con el aspecto de la Diosa. En ella engendró Ixión a Kentauros que unido a las yeguas de los magnetos, dio origen a los centauros, mortales, excepto Quirón, engendrado por Cronos con forma de caballo en el vientre de una ninfa.

De las piedras arrojadas por Deucalión y Pirra procede la humanidad actual. De los dientes de dragón arrojados por Cadmo surgen los primeros tebanos. El viento Bóreas embaraza a las yeguas. De las cenizas de su hoguera renace el Ave Fénix como de la carne troceada y guisada de Dionisio y de Pélope renacen ambos, el último con un hombro de marfil, en sustitución del original comido por Deméter. De la sangre y del esperma de Urano mutilado, una ingente población de Dioses, titanes, gigantes, ninfas, hasta un pez.

Y para cerrar esta ínfima pero significativa muestra: de las bodas de la oceánide Tetis y Peleo nace Aquiles, no sin que aquella ofreciera resistencia al entrelazamiento por medio de una serie de transformaciones, del fuego al león, que no lograron deshacer el firme abrazo de Peleo. Los ceramistas lo han narrado magníficamente. Aquiles, mortal, poseedor de los caballos inmortales, regalo de Poseidón que, alzando sus cascos y agitando su melena, lo acompañarán en sus lamentos por Patroclo.

Unas breves consideraciones sobre el poder germinativo de la mirada, su poder fecundante, el erotismo de la mirada profunda que puede llevar hasta la eyaculación, de esto escribió algo Lezama. Pienso que la transformación en ciervo de Acteón, hijo de Cadmo y hermano de Selene, y su posterior despedazamiento por sus canes confundidos, no se debe al castigo de su voyeurismo sino a algo mucho más profundo, al poder fecundador de los ojos, excitados por el deseo, sobre el cuerpo desnudo de Artemis en el baño, el cuerpo virgen de la Diosa cazadora. El fluido que fluye del órgano de la visión, según la antigua oftalmología, no puede no tener análogos poderes a los del esperma o de la sangre. Desde luego los tiene desde el horizonte de una teoría del transporte metafórico. Y lo confirma un voyeur accidental como Tiresias, sin culpa alguna, ve desnuda a Atenea, otra Diosa virgen, quien lo ciega, si bien obtiene privilegios que compensan la pena recibida.

Si no me equivoco, la podredumbre, la putrefacción no es lugar en el texto mítico para la germinación de la semilla. No emergen imágines de la “sepomene sarks”, de la podredumbre de la carne, abandonada a los buitres “o dikaiotatos ton sarkófagon” (el más justo de los sarcófagos).

Dos fenómenos extraordinarios detienen de alguna forma el flujo continuo de imágenes y sus metamorfosis: la petrificación, como el caso de Níobe y sus hijos, y el catasterismo (transformación en objeto celeste) congelación de la imagen en la impenetrabilidad de la piedra y en la fría luz estelar (pero en Cunqueiro la piedra se abre y muestra el camino hacia el tesoro o la salida a la luz de seres ocultos, en cualquier caso del flujo eterno de imágenes). Por ello no hay petrificación definitiva, lo intentó a su modo Urano, losa sobre la tierra, lo apartó, incontenible, un río de imágenes, del que fuimos los humanos engendrados. Y recordemos el fruto de las piedras arrojadas por Deucalión y Pirra.

Un mundo se aleja y aparece otro enemigo de la metáfora, sin Dioses, titanes o héroes. El empleo hodierno, ridículo y banal, de esta última palabra revela que desconocemos su significado. Sin embargo, hay una nostalgia por la fuerza perdida, por el manantial fecundo de poderosa imagen. Nostalgia: palabra no griega pero de componentes griegos, dolor cuando regresamos a un mundo que se aleja, como transformado en astro lejano. De esa nostalgia nacen los textos de Cunqueiro y de Lezama.

CUNQUEIRO Y LEZAMA. LA LUZ DE UN MUNDO QUE SE ALEJA.

PREÁMBULO

La aproximación de las vidas y proyectos literarios de Álvaro Cunqueiro y José Lezama Lima puede originar inicialmente sorpresa o, por lo menos, extrañeza. Desde una consideración superficial, Lezama tiene fama de oscuro, de que su poesía (y no sólo su poesía) no se entiende. No son pocos los escritores en Galicia y en España que confiesan haber abandonado la lectura de “Paradiso”, aunque no se atrevan a negarle el carácter de obra maestra. Por el contrario, Álvaro Cunqueiro es ejemplo de claridad, aparentemente comprensible para todos los lectores, incluso para aquellos que de lectores solo tienen el nombre. Pero la oscuridad de Lezama tiene sus puertas de acceso a una claridad, difícil, sí, exigente y que selecciona al lector, y que no niega abrazo cortés y conversación al que la solicita. A la inversa, la claridad cunqueiriana, por la que tan cómodamente caminan sus visitantes, oculta profundidades que pueden pasar desapercibidas, y de hecho así sucede frecuentemente (ese tópico, “la imaginación de D. Álvaro” en boca y pluma de tantos lectores y críticos que con su obvio y atroz simplismo nada comprenden y, al contrario, ocultan.

Ambos escritores son fundamentalmente poetas. Lezama Lima comenzó su obra literaria con el poemario “La muerte de Narciso” y su obra póstuma es otro poemario “Fragmentos a su imán”. En prosa, la obra central “Paradiso” con “Oppiano Licario”, su luna, publicada después de la muerte del escritor. Además artículos, cuentos, numerosos libros de poesía y, sobre todo, una copiosa obra ensayística en la que expuso y sistematizó una original y ambiciosa poética al servicio de su proyecto utópico “Habitar la ingenuidad de un nuevo paraíso”.

Álvaro Cunqueiro, por su parte, escribió miles de artículos, aparecidos en la prensa y en revistas, que constituyen un género literario de valor permanente y que forman un único texto, un texto oceánico abordable desde cualquiera de sus orillas. Una parte esencial de su obra, sin duda alguna. Vale para Cunqueiro lo que se ha dicho de Lezama, no hay en él discriminación entre las publicaciones periódicas y la obra definitiva que se recoge en un libro. Lo único que importa es la búsqueda de la imagen irradiante.

La trayectoria de su obra narrativa desde “Merlín e familia” hasta “El año del cometa” es bien conocida. Como poeta (y él se consideraba ante todo un poeta), desde el punto de vista editorial, salvo excepciones, no concibió un proyecto sistemático de publicación, al contrario, sus poemas, incluidos los más grandes, surgieron del movimiento de su espíritu, como brote necesario para situar en un ámbito de luz su pensar la vida y la muerte y también como necesidad de pensar poéticamente las conmociones profundas causadas por los grandes textos de la cultura y por decisivos acontecimientos históricos, sobre los que también escribía en paralelo. Es, pues, a este ritmo poético, a esta estructura de planos paralelos (artículo, novela, ensayo, poema) a la que hay que atender para estudiar su poesía, no al criterio, extravagante a ésta, de su edición.

La poética de Álvaro Cunqueiro no tiene comparación en su elaboración y sistematización con la que nos ha dejado Lezama: observaciones aisladas a lo largo de su obra, que constituyen “Fragmentos imantados” y que, recogidas, se dejan ordenar con facilidad en un sistema coherente. También expuso aspectos de su poética en alguna entrevista, ensayo o conferencia y, en especial, en su última novela “El año del cometa”.

Pero como veremos, al examinar la distancia entre la poética lezamiana y su poesía, Cunqueiro, franciscano habitante del paraíso, a cuyas puertas se afanó Lezama, realizó plenamente en el conjunto de su obra narrativa “La ingenuidad de habitar un nuevo paraíso”, el proyecto utópico lezamiano. En el texto, como lugar de encuentro, se abrazan los referentes de la realidad y la imagen y como consecuencia de ese abrazo en el lenguaje, desaparecen la distancia del espacio y la irreversibilidad del tiempo y con naturalidad se instala el paraíso.

La primera aproximación entre Cunqueiro y Lezama hace referencia a sus vidas, a las peripecias vitales que les afectaron y los contextos en que se produjeron. Y especialmente a las sorprendentes semejanzas de sus concepciones del mundo.

La segunda aproximación examina el proyecto literario de ambos escritores (explícito en Lezama, implícito en Cunqueiro): alcanzar el paraíso (o con otro nombre del mismo) el texto paradisíaco, es decir, a través de la imagen, eliminar las cadenas del espacio-tiempo, “apresar lo efímero” y dar vida a lo inerte. Se elimina la historia, lo sucesivo histórico, las explicaciones causales sustituidas por el arbitrio de la imagen, por la “vivencia oblicua”. La historia en Lezama como la sucesión de las eras imaginarias, en Cunqueiro reducida a su dimensión espacial, con la conversión del tiempo en espacio y éste en un punto de máxima densidad que se dilata y se contrae (metáfora cunqueiriana del camino que se enrolla y se desenvuelve) “todo lo que habita un libro vive simultáneamente”.

Se finaliza el presente ensayo estudiando las razones de la distancia entre el tan elaborado sistema poético lezamiano y su obra poética que desde luego no lo ha realizado ni tampoco en Paradiso Oppiano Licario, pues en esta obra no busca, directa y principalmente Lezama realizar su poética, el texto paradisíaco. Lo intentó, de modo fundamental, en su poesía. En Cunqueiro, por el contrario, es la obra narrativa la que es investida por la poética del paraíso. Su poesía, en cambio, nada tiene que ver con la de Lezama y su poética de la poesía como reino del milagro, es decir, de la imagen, homicida del determinismo de lo sucesivo. Por ello su examen no encuentra aquí oportunidad.

Es claro, y no sería necesario decirlo, que ninguna aproximación Lezama/Cunqueiro puede referirse a semejanzas de estilo o modos de escribir. No hay comparación posible, la distancia es inmensa. Ambos son, en sus respectivas escrituras, auténticos “hapax”, es suficiente leer una frase de los mismos para deducir la correspondiente autoría. Si alguien entra en la gravedad de estos planetas gigantes se convierte en un satélite, es un epígono (Lezama y Severo Sarduy, Cunqueiro y Perucho).

Finalmente, las presentes líneas contienen las reflexiones de un escritor sobre la obra de otros escritores, obra leída con pasión. Como ocurre siempre, con mayor o menor fruto, esa lectura alimenta el pensar y contribuye, decisivamente, a dar a luz el propio paraíso. No constituyen, como es obvio, un trabajo profesoral o crítico, que plantea exigencias ajenas a las competencias y que se hallan fuera de los intereses del autor. Como escribe Lezama, uno llega a un bosque o a un jardín y recoge los frutos y semillas que calman su sed y ponen en movimiento su fuerza germinativa, despertando así la propia energía de la tradición. De ahí que la mejor crítica literaria es un poema o un relato sobre el texto que nos emociona. En general, con todas las excepciones que se quiera (algunas luminosas) tiene el poeta más cosas que decir sobre otro poeta que un profesor. Lo dice Yeats, lo dice Lezama, lo dice Cunqueiro. Y Borges habló de la crítica literaria como de literatura forense. Para ser justos, me parece que esta última estudia aspectos diferentes y persigue otros fines que los que busca el recogedor lezamiano de bayas en el bosque. Pero esto es otro tema.

LEZAMA Y CUNQUEIRO: VIDAS PARALELAS

Lezama Lima nace en La Habana en 1910 y muere en ella en 1976. Álvaro Cunqueiro nace en Mondoñedo en 1911 y ahí muere (oficialmente) en 1981. Son estrictamente contemporáneos. Desconozco si Lezama leyó algo de Cunqueiro o si éste le era conocido. En su obra no lo menciona (si no me equivoco). Álvaro Cunqueiro no tenía en su biblioteca obra alguna de Lezama cuyo nombre, que sepa, no escribió nunca ni, al menos en mi presencia, pronunció. Más probable creo un mero conocimiento nominal por la prensa. Estoy seguro de que Lezama leería la prosa cunqueiriana con agradecido agrado y quizás, asombro, ante el total triunfo de la imagen. Lo contrario no me parece probable. Cunqueiro leería un par de páginas de “Paradiso”, ojearía aquí y allá y oiría “un gran escritor, pero un poco pesado”. Una eventual conversación entre ambos suscitaría actitudes parecidas, fácil recepción por Lezama, fatiga cunqueiriana ante el barroquismo lezamiano. En la misma clase de edad un escritor maduro se siente menos inclinado a recorrer los laberintos de la concha del caracol marino donde resuena poderoso el mar ajeno aunque al final respire paisaje conocido que a un joven que se acerque asombrado al maestro y todo esfuerzo le parezca poco.

Pero dejando a un lado el recíproco saberse de estos dos grandes poetas, enumeraremos, algo desordenadamente, los abundantes paralelismos vitales, pórtico de entrada al mundo que los conformó y habitaron y que defendieron como el ideal humano, en sus rasgos esenciales, el mismo en ambos.

Modestia económica de su situación, vida cotidiana con numerosos apuros puntuales, absoluto desapego por cargos y oropeles sociales, indiferencia por el tener o las posesiones materiales, fácil adaptación a las estrecheces materiales, absoluta primacía de la escritura, actitud anti económica básica. Supeditación de los requerimientos superficiales de la coyuntura a la presencia viva de las grandes imágenes culturales e históricas del pasado humano. Fascinación de Lezama ante un egipcio antiguo que entra en el Hades masticando un pastel de azafrán. Fascinación de Cunqueiro ante el diálogo del rey anglosajón Harold con su hermano previo a su victoria sobre los vikingos o viendo cómo la flota de Alcibíades doblaba el cabo Sunion. Realmente eran los asuntos del día. Vivísima permanece en mí, la visión de Cunqueiro, embriagado por la inundación de las imágenes, por ejemplo la del río Alfeo en su marino fluir enamorado de la fuente Aretusa.

Escritura incansable de ambos, con largos años de indiferencia o incomprensión, mayor o menor, de su obra (y de diferente etiología en cada caso) con expansión de su fama y reconocimiento hacia el final de sus vidas y, sobre todo, tras su muerte y que hoy continúa imparable, aunque no siempre a la fama la acompañe el saber fecundo (en el caso de Cunqueiro). Ambos sufrieron ataques a su supuesta erudición fantástica, y a su modo de citar o de inventar creaciones de otros autores. Pero los especialistas han desmentido toda fantasía en su saber. Una erudición y una memoria prodigiosas, teniendo siempre en cuenta la afirmación de Lezama, “casi siempre lo que apenas conocemos es lo que logra influenciarlos”.

Ambos tuvieron, en algún momento, mayores o menores dificultades con los regímenes políticos que atravesaron. Lezama saludó a la revolución cubana como a “La era de la posibilidad infinita, inaugurada en Cuba con la dimensión mágica de Martí y materializada con el triunfo revolucionario de 1959” y señaló como el mejor patrimonio de la revolución, la reacción contra la era de la locura que fue la etapa de la disipación y de la falsa riqueza, “el haber traído de nuevo el espíritu de la pobreza irradiante, del pobre sobreabundante por los dones del espíritu”, “el siglo XIX cubano fue creador desde su pobreza. Todos nuestros hombres esenciales fueron hombres pobres. Si hubo ricos, quemaron su fortuna y murieron en el destierro”. “Cuando el pueblo está habitado por una imagen viviente, el Estado alcanza su figura. El estilo de la pobreza, las inauditas posibilidades de la pobreza han vuelto a alcanzar entre nosotros una plenitud”. Pues quien persigue la riqueza material pierde la imagen o como escribió Cunqueiro “quien persigue el oro pierde el tesoro”. Justamente el hombre de negocios que habla con Paulus, el soñador, en “El año del cometa”, totalmente ajeno al arco de la metáfora, no tiene nombre.

El hombre que escribió (y vivió) estas palabras sufrió la incomprensión de burócratas y de escritores situados en los órganos directivos de instituciones y revistas culturales, aunque siempre tuvo libertad para publicar y trabajo como editor de literatura cubana que le procuró un modestísimo vivir. Su barroquismo y su poética no suscitaron la comprensión de los medios oficiales ante lo inmediato de las urgencias y necesidades de la revolución.

Parece que le fue denegada la autorización para viajar al extranjero, incluso para recoger algún premio, a él, que se había negado a emigrar a Miami con su familia, intransplantable árbol de La Habana que era. Pero también es cierto que Lezama aborrecía viajar. Hasta el año 1959, fecha de la entrada en la capital cubana de los revolucionarios, solamente efectuara dos cortos viajes a México y a Jamaica. Él mismo escribió que el ser, en su camino de perfección, tiende al reposo. “El viajero inmóvil” fue llamado. Pero qué capacidad de adivinación, de visión. Qué descripciones de cuadros o paisajes nunca visitados, por ejemplo, italianos (otra coincidencia con Cunqueiro). Queda claro que el saber ver poca relación tiene con el movimiento. Su regalo a la revolución fue prodigioso: hacerla entrar en la imagen, volverla invulnerable al oleaje de lo temporal, a las críticas economicistas, a los eventuales fracasos de zafras y planes quinquenales, eternizarla en la imagen como una pirámide egipcia. Regalo no tenido en cuenta por los responsables de la cultura oficial.

Paralelamente Álvaro Cunqueiro, en su juventud, tras un entusiasmo inicial, más estético que político, y siempre superficial, con el falangismo, pronto se desengañó, como tantos otros. Estoy convencido que las dificultades que tuvo con la dictadura, que condujeron a la pérdida del carné de periodista y a su retirada de largos años a Mondoñedo, dificultades debidas al “período oscuro madrileño” se originaron en ese desengaño, en la certeza de haberse equivocado, en la tormenta, sobre la naturaleza del régimen del que no tardó en ver clara su mediocridad asesina. La conciencia de esa equivocación le llevó a una especie de apatía vital paralizante. Después, varias veces a lo largo de los años, me decía que, cuando se es joven, la política seduce y engaña como lo hace el amor.

En los años del realismo social también fueron frecuentes las acusaciones de habitar torre de marfil, de serle ajenos los problemas sociales (lo mismo que a Lezama en la otra orilla). Una radical incomprensión de la tarea de un escritor que hoy parece inconcebible y que en su momento le causó sufrimiento. Pero “todo destino es sufrimiento” (Lezama).

Pero así fue. Muchos no comprendieron el gran regalo cunqueiriano permanente, sordos por el retumbar de tambores, útiles sin duda en la lucha política del momento, destinados, al cabo, a perder su voz cuando se derrumba su polémico horizonte. Es el caso de “Longa noite de pedra”.

Y yo tengo que incluirme entre esos muchos que en su momento no comprendieron. La militancia en la izquierda política, la indignación ante la injusticia social, la repugnante dictadura me oscurecían la visión de una obra literaria que no era campo de batalla de los conflictos sociales. Tuvo que convertirse Cunqueiro en imagen, conocer en mis cuarenta los libros de Lezama, aumentar el espesor de los anillos de mi espíritu para ver, para saber ver. Y la lectura de Lezama fue fundamental. Comprendí que la literatura no puede ser el campo de batalla de la política, que son otros terrenos en los que se lucha por la justicia, que toda gran obra literaria (y solo ésta merece nuestra atención) es una aportación decisiva a una humanidad mejor.

La poética más exquisita y una profunda indignación por la injusticia y la lucha contra la misma son perfectamente compatibles. La gran literatura húngara del siglo XIX y principios del XX (por poner un ejemplo) y que describe una Hungría dividida entre señores y criados y campesinos y que no es un arma contra esa desigualdad (aparentemente) será siempre luz espléndida sobre un mundo desaparecido, destino que le sería negado si la política la hubiera escogido como campo de batalla, en vez de haber luchado exitosamente fuera de ella por la abolición de una sociedad desigual.

Cunqueiro no fue un gran viajero, en todo caso, lo fue más que Lezama. En las dos últimas décadas de su vida realizó al extranjero viajes que reanudaron el hilo de alguno del final de su juventud. Pero Cunqueiro, como Lezama, pertenece a la estirpe de los que saben ver a través de los textos y de la imagen. La economía, modesta en lo temporal, de Lezama y Cunqueiro, que limita o condiciona el movimiento en la extensión, no fue obstáculo, al contrario, estímulo para la irradiación de su sobreabundancia de visión que segrega un tejido de ojos, semejante al que cubrió el cuerpo de Argos, según el ceramista antiguo, y que guía nuestro propio ver. Para ellos todo viaje es anagnórisis, un reconocimiento o confirmación de lo ya sabido, redundante en lo esencial.

Ambos, Lezama y Cunqueiro, enraizados en sus ciudades natales. El primero no abandonó nunca La Habana, el segundo, aunque en su madurez vivió en Vigo, la distancia nunca le impidió estar continuamente presente en Mondoñedo (las ventajas de una patria pequeña, Galicia como ciudad). En el panteón de Lezama en La Habana hay una frase relativa a que nacer en ella es “una dicha innombrable”. Cunqueiro asumiría esas palabras sin vacilar. Cunqueiro y Lezama hicieron entrar a Mondoñedo y a La Habana en el reino de la imagen, en el dominio de los paisajes imaginarios, en donde todo encuentro y todo milagro son posibles. Son ya La Habana de Lezama y el Mondoñedo de Cunqueiro, sus nombres auténticos, aunque la administración no tenga sueños de niebla. Pero esto lo sabe bien el viajero que recorre en la imagen las calles de La Habana “anchas como ríos del paraíso en una noche pitagórica”. O pasea las noches oscuras de Mondoñedo entre las sombras de las gentes de la tierra de Miranda, que pasan rápidas y embozadas, no sabemos si vivos o difuntos, mientras se oye el canto de las aguas del Valiñadares que, por la proximidad del viejo seminario que riegan, lo hacen en latín.

Enero,8

Tiempo de discursos y oraciones

Estos días de Nadal ofrecen el florilegio de palabras pronunciadas por autoridades civiles y religiosas y, en primer lugar, el tradicional dicurso del jefe del estado que, desde la época de Franco, el refundador de la monarquía borbónica, pasando por el hoy rey emérito, hasta el actual titular (y posiblemente el ultimo), se introduce en la paz de nuestros hogares, humilde pero implacablemente, disculpándose, pero sin propósito de enmienda. Así, en este 2019, ya casi reducido a memoria, apareció el rey a la hora prevista, comodamente instalado en un salón de burgués acomodado de su residencia, vestido de ministro o de alto ejecutivo, en una atmósfera de melancolía que envolvía su honesta mediocridad.

Fueron 10 minutos de buenos deseos y de perspectivas optimistas, pero tan generales y ajenas a un contexto que las enraizase, en tan alto vuelo que alejaba los problemas a una dimensión de puntos que sus palabras podrían ser de aplicación en cualquier parte.

Y cuando expresó su preocupación por Cataluña, solo fueron tres palabras, Cataluña como preocupación. Y cuando mencionó las desiguladades de nuestra sociedad y las dificulatades económicas de muchos conciudadanos, tranquilizó a éstos, asegurándoles que la casa real compartía emocionadamente sus angustias. Por supuesto que ir más allá, un gesto como el del Papa de “las sandalias del pescador” era impensable, hasta el último euro es necesario para el merecido y opaco viaje de vacaciones de fin de año de la familia real.

Creo que ese aire de melancolía que mencioné y con el que comenzó y terminó sus palabras se debe a que el “príncipe major preparado de nuestra historia” es consciente de la esterilidad de sus palabras y del triste papel que desempeña. No me cabe duda alguna de que si en vez de comunicar, abatido, su optimismo, nos hubiera transmitido el pésame por las injusticias de nuestra sociedad, nadie hubiera advertido la diferencia. Ni aunque se quejase como Boabdil de las voluntades de expulsarlo de su Alhambra madrileña.

Pero lo peor comienza al siguiente día cuando los politicos y medios que entienden el constitucionalismo como vasallaje, se inclinan sobre el discurso real, como hábiles cirujanos lo abren en canal, lo trocean, lo someten a lentes microscópicas y los fragmentos obtenidos los proyectan en asociaciones cósmicas. Un esfuerzo ingente en glosar el conjunto vacío, atribuyéndole significados trascendentes para nuestra democracia. Se aprovecha la pobreza en noticias políticas de estos días de navidad para rellenar con las palabras reales los informativos de todas horas. Pero el fracaso es evidente. Nada se puede extraer de las palabras reales, no otra cosa que su mera repetición. En sus afanes recuerdan la fatiga de una loba esforzándose en obtener de un anciano una semilla imposible. Y así año tras año.

Y en el horizonte aparece ya la imagen de la infanta Leonor repitiendo las mismas palabras que su padre, mejoradas por una agradable sonrisa y sin el lastre de la tristeza, como corresponde a las locas ilusiones de la juventud.

En nuestra Galicia se conmemora en la catederal compostelana el 30 de Diciembre el traslado de los restos del Apóstol Santiago desde la costa palestina a la capital gallega. No seré yo quien niegue la audacia de esta imagen y la importancia de este transporte metafórico en la historia, nuestra y europea. Pero solo en la poética se vive la imagen como realidad, a la iglesia y a la política no les basta con imágenes que se encarnan, quieren banales realidades que se palpen, huesos reales (con AND fantástico), traslados históricos, milagros visibles. Entonces la razón pretexta una causa urgente y se ausenta y comienzan peticiones al apóstol a cargo de los obispos y delegados regios que, tropiezan con un muro de silencio milenario. Ultimamente, en el papel de delegado regio, se ha especializado el presidente de nuestro parlamento gallego quien representa a la casa real con dignidad y apostura en esta imposible tarea de dialogar con la ausencia.

Pero nuestro presidente este año lo embargan otras preocupaciones que las estrictamente apostólicas. Las previsiones electorales de las próximas elecciones autonómicas no se presentan muy favorable s para los intereses del PP gallego, que son los suyos. Es muy posible que un gobierno tripartito ocupe el puesto de la mayoría actual y la substituya en el gobierno. Cualquiera puede imaginar la pérdida de cargos y de chiringuitos, de graciosos empleos remunerados que ello supondrá para la congregación PP. Al propio presidente del parlamento alcanzará la catástrofe y, en el mejor de los casos, no será más que un obscuro diputado de la oposición, alejado de la visibilidad no solo de la mesa del parlamento sino también del brillo presbiterial que lo ilumina, convertido en uno más de la masa obscura de los fieles.

Por esta vez, según el resumen de los periódicos, no interpeló al apóstol, no por delicadeza, por tener consideración del cansancio tras el largo viaje de aquel. Al estar en juego su papel institucional, el peligro clareaba y agudizaba su olfato de politico ourensano. Comprendía que el apóstol en el mejor de los casos dormido, con ese sueño milenario de los santos, no iba a serle de gran ayuda en las elecciones. La conjura de la izquierda exigía otros remedios, como la petición enérgica al legislador de un blindaje del estado de bienestar, se entiende, de la clase política. Con voz dramática advirtió de los peligros de una repentina descarbonización, designación sutil de una pérdida masiva de empleos politicos por los miembros del PPG, avocados a una trágica emigración al país de la obscuridad que habitan precariamente las minorías. Le vino a la memoria la terrible aventura sufrida por un compañero de partido, director de deportes de la Xunta, que marchó, feliz y confiado a Madrid en el séquito de Rajoy para ocupar un puesto análogo de alcance nacional.En un día aciago lo perdió todo. De nuevo en Santiago fué reintregrado por vías de urgencia en su antiguo puesto dónde se recupera de la decepción sufrida. Pero si ahora llega el ocaso, también a este Finiesterre gallego, qué hará?. Y tragedias como ésta, ocurrirán por cientos, sinó por miles. Así pues insistió una y otra vez en dejar la situación atada y bien atada desde el punto de vista legislativo.

También tuvo muy presente al rey que lo designó su representante en la traslación. No puede dejar de pensar, lleno de satisfacción, en lo acertado del nombramiento. Quién, con mayor gallardía podría lleavar a cabo esta tarea? “Urbi et Orbi”  proclamó el firme compromiso jacobeo de la casa real . Ni el más avezado traductor sabe lo que eso significa, pero no importa, suena bien y la frase llegará a oidos de su majestad, a quién, sin duda, agradará porque a nada obliga. Y quién sabe, quizás algún día, a fuerza de ser delegado regio, se piense en él como jefe de la casa civil del rey, puesto que secretamente ambiciona desde años. Mayordomo de la casa real! Compartir el hogar de sus majestades! Qué coronación a su Carrera! Estar en disposición de aconsejar al borbón en tiempos tan difíciles para él y su familia, con la prudente experiencia adquirida en la insuperable cátedra de los Baltar. Para reforzar el efecto de su mensaje incluyó en lo del “firme compromiso jacobeo” a la dulce experanza y aún más dulce sonrisa de la princesa Leonor “nuestro honor” en sencillo y tierno pareado de fiel servidor.  Instalado ya en imagen en la Zarzuela, la politica gallega se le antojaba lejana e indiferente el resultado electoral. Al final sonreía abiertamente.

El señor arzobispo, por su parte, guerrero en un campo de batalla muy diferente, denostaba con energía “una secularidad cerrada que no abre sus ventanas al evangelio, prodigioso fármaco para la falta de sentido de la modernidad”. Concluyó reclamando una vuelta a la ciudad de dios con su faro de luz en la santa catedral que los albergaba. Sus palabras fueron como gotas de lluvia que, nada más caidas se evaporaron entre el calor de los fieles.

El único que calló, como siempre, fué el apóstol, reducido a polvo y a cenizas, pero al fin polvo y cenizas de buen gallego después de un milenio. Sensato y cazurro se removió indolentemente en su sartego.

“Señor, qué xentiña!” Ascendió su pensamiento inadvertido vestido de cánticos e incienso.

Concluida la ceremonia y todavía ilusionado por las perspectivas que se le abrían, nuestro buen presidente decidió regalarse con un manjar apropiado a la ocasión y escogió unas vieiras jacobes, de las santas y felices que se crían en la barba florida de su apellido.