LA LUZ DE UN MUNDO QUE SE ALEJA
CUARTA PARTE: “LA REALIDAD INVADIDA POR LA IMAGEN”
(La primera parte constituida por “Texto mítico griego”, “Preámbulo” y “Cunqueiro y Lezama, vidas paralelas” figura en la entrada del 23 de enero de este diario. La segunda, “Un mundo común”, apareció el 26 de febrero. La tercera, “Poética lezamiana y texto paradisíaco cunqueiriano”, lleva fecha 22 de abril de este diario).
El reino del total albedrío de la imagen no se halla limitado por las fronteras del texto paradisíaco. El paraíso se halla en su centro (Lezama) pero el paraíso lo desborda, el texto no puede contenerlo. El poder destructor de toda constricción espacio-temporal lo ejerce primariamente el poder de la imagen en el texto. Pero la densidad de su gravitación invade la vida del poeta, y no solo del poeta, también al conjunto del pueblo cuando aparece una “era imaginaria” cuando “al pueblo lo habita una imagen viviente”. El transporte metafórico produce la fusión en la imagen de dos o más signos lingüísticos en una imagen particular. Después, la acumulación imaginativa del texto paradisíaco tiene tal densidad que la gravitación que surge opera en un radio siempre creciente que abarca al poeta y a su mundo, “penetra la naturaleza”, y borra así la distinción realidad/irrealidad o la de posibilidad/imposibilidad. Ello es posible porque la imagen no sólo es anterior al texto ya que el poder metafórico es constitutivo de lo humano y derrama su poder en la vida del hombre y en su texto, sino que las equivalencias infinitas que alimentan el vientre de la imagen presuponen “la identidad del tapiz de fondo” lingüístico que tiene su análogo en la identidad del tapiz de fondo de la materia. Si la penetración de la imagen en la realidad es posible, se debe a que la realidad que somos y que configura nuestro habitarla es metafórica. Nuestro ser hombres nos determina en nuestra vida y mundo como una esencial vocación de imagen.
Arco en griego antiguo se dice Tokson. “Toksikon farmakon” era el veneno que se ponía en la flecha. De ahí nuestro tóxico. Tensar el arco de la metáfora, disponer la flecha para el lanzamiento implica un riesgo para el arquero, el riesgo de la enorme gravitación liberada por la ganancia de la imagen que lo embriaga. “Una embriaguez misteriosa”, la flecha disparada a la frontera dilatada del horizonte transporta también al arquero que en ese horizonte es penetrado por la imagen que lo ilumina “como un vitral reparte la luz primera”. Y tiene lugar “el desprendimiento del cuerpo de otro cuerpo clavado”. Y “las imágenes proclaman nuestro cuerpo”. Proclos en Paradiso: “cuando el hombre a través de sus días ha intentado lo más difícil sabe que ha vivido en peligro, aunque su habitar haya sido silencioso, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso”. Vivir la imagen como destino, ser por ella atravesado, es el mayor peligro, un peligro proporcional a un excepcional destino “vivir el éxtasis de la participación en lo homogéneo”. Un peligro doble. Por una parte, dejando atrás la pesada gravitación física, se instala la alada gravitación poética. “La piedra se borraba en el río para adquirir un nuevo cuerpo, transparente, el cuerpo aligerado por la luz” (río que impulsa, metáfora, y espejo que fija, imagen ganada).
El hombre atrapado, viviente en la gravedad de la imagen supone un cataclismo, el hundimiento de un continente, el advenimiento del paraíso: “las cabelleras se escapan de los frontones para nadar silenciosas”, “el rostro que desprendemos” para detenerlo en el recuerdo, el unicornio que atraviesa el sueño de Paulus. Por otra parte, el poeta guardián de la imagen realiza su destino en lo sucesivo histórico común, sometido a la incomprensión y a los ataques de las diversas tribus de caníbales que lo pueblan, que solo mastican y saborean lo real enervado de imagen, antipoético. Pero Cunqueiro y Lezama vivieron en la imagen y no la traicionaron. En lo histórico sucesivo su vida ha sido lamida por un oleaje manso, en los acontecimientos históricos no tuvieron participación significativa. Desde el horizonte del fragor de la historia pocas cosas llaman la atención en su biografía (pensamos en Joyce ocupado con la escritura de su Ulises al margen de la Primera Guerra Mundial). ¡Pero qué destino! Pastores de la imagen en la imantación de la naturaleza, apertura de puertas a la entrada de lo imposible en lo real y volverlo posible por su gravitación, habitar “la ingenuidad de un nuevo paraíso” hecho posible por esa gravitación de lo imposible sobre el mundo segregado por el hombre durante milenios y ahora en trance de desaparecer. Así una biografía de Cunqueiro y de Lezama debe de estar articulada en torno al proyecto que fue su destino, a su evangelio salvador de un mundo esencial para el hombre, a su ganancia de una posición de arquero que fija la flecha en el horizonte más lejano, en la creación de su texto paradisíaco y en su voluntad de habitar el paraíso, voluntad que desborda el texto. En esa biografía, las pequeñas contingencias de su vida histórica son despreciables por no aclarar nada y solamente merecerían ser recogidas cuando transparenten la imantación de la imagen. Una biografía centrada en esas contingencias es la mayor mentira imaginable sobre las vidas de Cunqueiro y de Lezama, no explica y enceguece, es como banal asteroide que cruza lejano la órbita de la Tierra. Pero es el fruto preferido de los caníbales que cualesquiera sean sus intenciones, amistosas u hostiles, pierden su tiempo en la acumulación de datos que nada pueden explicar sobre el reino de la imagen “que no es de este mundo”, del espacio hechizado que moraron. Aquí es de justicia destacar el ensayo de M. Gregorio González “Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío”, 2001, quien, sin prácticamente entrar en la exterioridad de la vida de Cunqueiro, ilumina aspectos importantes del proyecto poético cunqueiriano, partiendo de sus textos orales y escritos y de otros testimonios sobre esos textos. Un gran ensayo que ilustra bien el tipo de biografía digno de Cunqueiro o de Lezama, aunque no podamos compartir su visión del “fracaso del proyecto cunqueiriano”, como veremos más adelante. Pero justamente ésta es la clase de biografías que los “caníbales” no aprecian, ellos buscan con ahínco las piedras con sangre y gargajos de la historia. Y olvidan o desconocen la advertencia lezamiana “el terrible lenguaje de lo oscuro. Si el hombre no tiene oscuro no tiene iluminaciones”.
Esta vida de Cunqueiro y de Lezama atravesada por la imagen, es decir, por las equivalencias “estelares” fruto del transporte metafórico, y digo estelares porque es el único transporte que además de disparar los objetos o, mejor, su signo lingüístico a otras órbitas gravitatorias, traslada incluso al arquero con su flecha (toksa en neutro plural decían los griegos para abarcar el ámbito del arco) sino que fija el horizonte en la dilatación extrema en lo invisible donde se encuentra con lo imposible. Este encuentro hace posible que lo infinito, lo irreal, busquen su transparencia en el texto, que “lo imposible al actuar sobre lo posible engendra imagen, ejerce gravitación”. Por eso señala Lezama que el gran tema de la poesía es la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente. El poeta como guardián de la sustancia de lo inexistente. Y para este ser guardián se necesita oír y ver. Porque en el espacio hechizado de la imagen paradisíaca, lo invisible y dentro de lo invisible, lo irreal y lo imposible se manifiestan como susceptible de ser escuchado y de ser contemplado. Lo inexistente, entonces, se hipostasia en sustancia y el poeta se convierte en un ser imposible.
Este diálogo con lo inexistente por imposible y el sentir la fuerza de su gravitación es propio de Cunqueiro y de Lezama desde su adolescencia, desde el comienzo del despliegue de su ser poético, contemplador del paraíso y del que se desprenden como frutos su instalación en el mundo y sus textos orales y escritos. Cunqueiro en cartas de extrema juventud escribe del “aguijón sonriente de vida”, impulso para tensar el arco que le llega por el dardo de una palabra. Y añade “tengo palabras hasta en los dientes y en los oídos. Me suben y bajan las cosas por los ojos en ríos de colores y silencios” solamente con tal riqueza de palabras y de imágenes es posible comprender la creación cunqueiriana del texto paradisíaco. Porque Cunqueiro aparece ya desde el primer momento acertando con su disparo en el blanco fijado en el horizonte: “Sueño azul de gaviota cansada” (una carta que descansa en su mesa). Mucho más tarde escribió: “Nunca había sabido distinguir muy bien los límites de lo fantástico, es decir, donde lo fantástico se nos aparece como real”. Y Lezama le responde: “La realidad y la irrealidad están tan entrelazadas que apenas distingo lo sucedido, el suceso actual y las infinitas posibilidades del suceder, lo sucedido y lo soñado, imagen en la memoria”. Y una acción imaginada puede llevar en lo real a la inacción. Sobre el emperador Rodolfo Segundo escribió Cunqueiro: “Rechazaba todo actuar pues en la imagen ya la acción se había realizado” (cuantas páginas de biografía “caníbal” se podrían haber ahorrado, simplemente meditando estas frases). Como en eco, Lezama: “Las sílabas [de un texto] se alzan en dos patas, como los caballos, ante las letras aljamiadas del relámpago”. Los caballos del texto paradisíaco ambicionan galopar lo real. El paraíso se alza en el centro del texto cunqueiriano porque ha disparado tan lejos la flecha que ha apuntado a un horizonte de resurrección (los muertos habitan la ciudad cunqueiriana porque se vuelve del país de donde no hay retorno).
Pero como señalamos anteriormente es consustancial al arquero y a su actividad un alto grado de peligro, pues las imágenes que lo habitan a él y a su texto (la flecha apunta al horizonte y, también al arquero) se alzan en él como serpiente de enorme gravitación e inoculan su tóxico, potenciándolo, en un ser poético “ab initio”, sea del escritor o del lector.
Cunqueiro escribió sobre la dificultad de distinguir entre la realidad como soñada y el sueño pensado como realidad. Mi trato cotidiano con Cunqueiro me convenció de que, siendo él hombre realista y perfecto conocedor de la medida de las cosas, su vida práctica se veía invadida por oleadas de imágenes, resultantes de su poder metafórico, con la regularidad de las mareas. Muchas son las anécdotas que habitan mi memoria. Cunqueiro adolescente. Se encuentra en la solana de la casa de la que será su esposa con ésta y otros jóvenes amigos. De repente, Cunqueiro, iluminado, alza la voz y anuncia su capacidad de vuelo, su indiferencia a la gravedad. Sonrisas escépticas como respuesta. Sin vacilar asciende a un tejadillo que se alza a unos dos metros y medio de las losas del suelo. Abre los brazos y se lanza al aire que, inamistoso, lo rehuye. El suelo acogedor le cobra la fractura de un brazo roto. Recordaba mi madre: “Vi claro que él, en ese momento pensaba que tenía el don de volar y que no se hubiera extrañado si se hubiera mantenido en el aire”. Y, añado yo, cayó porque las alas de su sueño no tuvieron suficiente potencia. Análogamente, Paulus murió porque dejó de soñar. Los cuadernos de su juventud o, mejor, sus fragmentos, muestran que la distancia entre la posibilidad imaginada y la realización ha sido cancelada. En otros términos, el acto que clausura, la intervención eficaz, se hallan ínsitos en la posibilidad y no añaden nada esencial a ésta. La realización no necesita desprenderse de la matriz imaginativa que la piensa. Un libro pensado es un libro ya escrito y entregado para su publicación. Y claro es que la experiencia cunqueiriana alimentaba este pensar performativo, pues la facilidad en la carrera del corcel de su pluma en el hipódromo de la página en blanco dejaba atrás a cualquier ganador mítico de las carreras de carros en la Antigua Grecia. Una lengua saboreada en cualquier gramática, texto bilingüe o diccionario con prontitud le revelaba sus secretos (recuerdo sus quejas sobre las traducciones shakespearianas de Astrana Marín). El efectivo saber le parecía entonces de importancia secundaria, y que alcanzaría en lo histórico, por otra parte, con poco esfuerzo. Una nota al margen de lo decisivo, el horizonte por él contemplado. Un mundo, el cunqueiriano, en el que se introducía el paraíso sin necesidad de salvoconducto. Es preciso volver una y otra vez a su novela más importante, “El año del cometa”, que pequeños y oscuros profesores de su polis gallega, sin estudiarla por su lengua española, califican de fracaso. Allí Paulus/Cunqueiro o Cunqueiro/Paulus ha dicho palabras claras que solo necesitan ser escuchadas: “Mentía porque lo inventado era más coherente con su imagen del mundo que lo real que destruía. Su impulso más secreto era destruir. Pero si en un instante se pudiera recoger todas sus <<mentiras>> nos encontraríamos en un mundo más hermoso y variado, regido por leyes poéticas, los grandes secretos desvelados, transmutadas las edades”.
“La ciudad cabacea y se vuelve ondear marino”. Cunqueiro habitaba un Mondoñedo nuevo cada día. “La ciudad despertaba sus días todos con todos los que la habitaban. O se dormía en la dulce noche de agosto con los que ahora vivían en ella. Todo pendía en quien soñase y qué. Se mezclaban las edades, los dolores, las canciones, los nacimientos y las muertes. Los fantasmas se encontraban asimismo cuerpo humano y los humanos presentes podían confundirse con la niebla que subía desde el río, lamiendo las fachadas de las casas. Los Malatesta se arrimaban a los tapices, se adentraban en ellos, se escondían tras los árboles del fondo…”. En sus paseos cotidianos “las casas se apartan y se arremolinan unas con otras, abriéndose como plazas”. Una ciudad que contenía todas las ciudades que pudiere soñar. También en esa ciudad hay tardes de niebla y llovizna. Suena melancólica la campana de una iglesia. Es la hora de los visitantes tenebrosos, “los visitantes tenebrosos de la tarde que existen y son hermosamente tenebrosos. Al aparecer por la ciudad pueden crear una belleza tenebrosa allí donde miran. ¿No hay medicina? Sí, morir”. Pero morir es avatar de volver, del regreso, de la vida luminosa bajo el sol que se abre generoso sobre la ciudad al siguiente día y calienta a vivos y resucitados. “Pues de todos los países se regresa, ¿de todos?, de todos, y también de aquel del que las gentes dicen que nunca volvió nadie”.
La ciudad paradisíaca, es decir, la ciudad creada por la imagen, es la salida del laberinto existencial del hombre. Con el camino atado a la cintura, sale Paulus/Cunqueiro del laberinto de lo histórico para entrar en el laberinto del paraíso de la ciudad cunqueiriana. “Dentro del laberinto hay una ciudad y en el medio y medio un pozo en el que canta una sirena”. El laberinto de la imagen supone la cancelación de todo laberinto, salir del laberinto deja de ser pertinente pues ya siempre se está en él, en una de las infinitas formas en que lo configuran los sueños de su creador, el soñador. La ciudad paradisíaca es todo tiempo y toda geografía, cualquier urbanismo pensable. No hay puertas y caminos allí donde todo es puertas y caminos. Ni encrucijada donde todo es encrucijada ni horizonte donde todos los horizontes son posibles. La ciudad paradisíaca es otro nombre del infinito y en ella es posible esconderse y no ser nunca hallado (¡Jordán escondido!) salvo quizá en un sueño paralelo. “Otras veces Paulus se escondía y no lo encontraban en la casa, María sabía que estaba allí, a su lado, pero no alcanzaba a saber dónde. Paulus le había dicho más de una vez que no lo buscase, que andaría vagabundo por los países otros…”
Es la promesa de la imagen al hombre: “Tendrás todo cuanto sueñes”. El caracol imagina las metamorfosis inagotables de su caracola que puedan acoger la estatura de sus sueños, incluida en aquellas la desaparición. “El más secreto impulso de Paulus era destruir”. En todo soñador se alza su contrario. Un duelo diario entre una creación y otra. La luz de un sueño la aniquila otro. De ahí la inclinación cunqueiriana a habitar posiciones diferentes en un argumento, defendiéndolo o atacándolo, creando y destruyendo mitos como un jugador de ajedrez que gira el tablero para defender la apertura que con anterioridad atacara. Reconozco que en lo histórico sentía veces tal actitud como contradicción, molesta contradicción, sin comprender entonces la fecundidad de la simultaneidad paradisíaca de A y su contrario. Cuando el hombre de la capa negra retira la sábana que cubre el cadáver de Paulus, aparece otro hombre. “Haría esto cien veces y cien aparecería un hombre diferente”. Habiéndosele preguntado por una explicación científica, responde que hay una poética de grado superior. “Este hombre pasó por los sueños de una mujer y él mismo soñando. Una mujer que no sabe que este hombre está muerto se pregunta por dónde andará. Lo que veis son las respuestas que la enamorada se da a sus preguntas y el hombre a sus sueños. Si pudiese reunir en un repente todos los sueños suyos, este hombre resucitaría. Quizá éste sea el gran secreto de la vida futura y eterna”.
Dejar de soñar es morir, es renunciar al milagro de la resurrección, palabra clara a Cunqueiro y a Lezama. Paulus muere porque sus sueños cesaron. Solo en el espejo luminoso de la imagen puede ser acogida la infinita población de sueños de un viviente. La vida de Cunqueiro/Paulus está atravesada por la penetración del puñal de la imagen, una herida siempre abierta. Con una palabra “Vanna” agrietó la torre prisión para que la hermosa prisionera pudiese escapar en la grupa de su caballo. “El nombre de una mujer hermosa, del ser amado dicho con fiebre de amor puede partir una torre en dos”. Paulus grita “¡María! y se abrían todas las puertas”. En el horizonte cotidiano de los humanos el amor es la imagen que impulsa la flecha de la metáfora que los atraviesa. Un humilde humano, atravesado por la flecha del arquero y por ella aniquilado, resucita como un Dios. El amor que nos mueve es uno de los más potentes manantiales de imágenes que invaden lo real. De ahí la ambivalencia de la sociedad frente a la pasión amorosa, a su reducción a una reserva controlable, su enemistad con el ejercicio del poder o su utilización por éste para afianzar los mecanismos de imposición. Como ya se ha dicho, operar con imágenes es peligroso y la imagen semidivina del amado, una persona o una organización transformada en imagen puede ser destructora, para el soñador y para la sociedad.
En la constitutiva apertura de la existencia cunqueiriana a la imagen, se introducen para satisfacer su sed de cuerpo las más extrañas criaturas de la cultura humana, que han obsesionado a los humanos durante siglos y milenios. Por ejemplo, el unicornio, triste y delicado, en la ambivalencia de un destino de hombre y de caballo, frecuenta la ciudad cunqueiriana. “El unicornio, apoyando la cabeza en el regazo, cerró los ojos y se durmió. La virgen cruzó los brazos sobre el cuello del cérvido y se durmió a su vez. Como es sabido, ambos tienen el mismo sueño”. Paulus/Cunqueiro dominado por esta imagen, viste cabeza de ciervo y en el regazo de Melusina sueña y deja su baba de oro. “Ambos se encuentran bebiendo a un tiempo en el remanso de un río”, sus imágenes se funden en una. Recuerdo ahora las dos cabezas disecadas de ciervo en la pared del comedor de la casa de mi infancia y mi deseo de niño de introducir mi cabeza en una de ellas y, hombre ciervo, pisar vacilante un mundo desconocido. Se interroga Cunqueiro: “¿Sería posible continuar viviendo de los sueños y en los sueños? ¿Qué era lo que él quitaba o añadía en la vida cotidiana? Todavía ahora distinguía lo que vivía y lo que soñaba. También vivía lo que soñaba, lo que vivía tomaba la forma de sus sueños. Añadir un adjetivo provocaba una mutación. Era en la acción, en la situación imaginada donde se encontraba a sí mismo”.
Es paradójico que consideremos literatura el arbitrio de la imagen en el texto y el mismo arbitrio en la realidad, mentira. A la luz de la imagen, lo que llamamos mentira en la vida cotidiana es la invasión del lenguaje por la flecha de la metáfora que lo inviste como horizonte y transforma la realidad en texto paradisíaco el cual, en la consideración profunda que exige, es verdad, si bien habría necesidad de un tiempo histórico interminable para que resplandezca la verdad instantánea de la imagen. La realidad social rechaza la irrupción en su seno del paraíso del soñador cuando la aceptación sería revolucionaria en lo sucesivo histórico. Se vuelve patente la naturaleza antipoética de la organización social que reduce a sus márgenes al soñador y pone coto a la acción de la imagen amorosa y sin embargo acepta la mentira colectiva de la religión como institución, como iglesia y su paraíso prometido que nada tiene de paraíso. El creyente, en tanto que miembro de una iglesia, es un soñador que se niega como tal. La iglesia y sus fieles, firmemente anclados en el sueño de lo histórico, con sus imágenes petrificadas que construyen en la realidad, intentan desde ésta y con sus instrumentos anclar en lo existente lo invisible trazando una línea sin solución de continuidad que une este mundo y el pretendido otro en una fisicidad grosera y sin matices. La ciudadanía histórica del creyente se prolonga, sin sobresaltos en la otra ciudadanía ultraterrena (es indiferente a estos efectos pertenecer a la ciudadanía infernal o a la divina). En realidad para la creencia de las iglesias cristianas y, en especial de la católica, son uno los dos mundos que se interfieren en una misma historia dominada por las mismas categorías y expedientes burocráticos de admisión y denegación. Frente a la imagen poética que disuelve las constricciones de la realidad y crea el paraíso, la iglesia condena y crucifica la imagen primigenia en aras de su sed inextinguible de realidad, de su afán de instalarse en la historia como una realidad más al lado de otras realidades, en lucha por el predominio entre los poderes. Para esa ambición no necesita de soñadores ni del arco de la metáfora, en realidad inútiles y perjudiciales. La ambición histórica de las iglesias es evitar la mirada de Acteón que vuelve fértil el vientre de Ártemis, es decir, detener, cegar la fuente de imágenes. Entre el vivir hechizado de Jesús penetrado por su imagen de hijo de Dios y lanzándola a sus contemporáneos (que lo crucificaron, buen ejemplo del vivir en imagen en el plano histórico) y Pablo, secretario de organización (es decir, petrificador y enterrador de la imagen), la iglesia, lógicamente, no ha vacilado pues no es otra cosa que organización y solo organización, puramente histórica, que trata de impedir por todos los medios el surgimiento de la fuerza corrosiva de la imagen y el contacto directo con ella del soñador creyente. La petrificación uránica sobre la matriz fecunda de la imagen. Así, la herejía (de hairesis, escoger) no es otra cosa que la castración de Urano y la liberación del flujo de imágenes. Brujas, alquimistas, heresiarcas, demonios han roto los muros de la prisión dogmática que los asfixiaba. Una población habitada por imágenes mesiánicas y poéticas fue decapitada o purificada en las hogueras. Por el contrario, frente a la iglesia oficial, el creyente como individuo que vive poéticamente, como destino, las imágenes de su creencia, es otro gran ejemplo de enamorado y, por ello, de vida peligrosa en la imagen. A Cunqueiro le gustaba citar al poeta Max Jacob, pobre en posesiones terrenales pero rico en la imagen poética, que vio, y siempre lo reafirmó, el rostro de Jesús en una pared de su casa. Esas visiones, que hay que merecer, no pueden serle arrebatadas al soñador ni tampoco refutadas como verdad poética que son. Y quiero recordar aquí a un humilde canónigo del tiempo de mi primera juventud, organista de la catedral de Mondoñedo, don Jaime Cabot, de gran familia mallorquina pero absolutamente pobre, pues todo lo repartía entre los necesitados, físicamente una sombra y cuya tumba pisamos en el suelo enlosado de la catedral. Desbordante de bondad y brotándole imágenes como alas, le decía a mi madre: “Doña Elvira, en la noche, extendido en mi lecho, veo a los pies la imagen de Jesús en la cruz”. Esas imágenes, como las de Max Jacob y Jaime Cabot, siempre serán ajenas a la iglesia oficial que solo se encuentra cómoda con pseudo imágenes colectivas, sujetas a policía y debidamente comercializadas como “Fátima” o “Lourdes”. Y, aún así, su ideal sería que ni eso tuviera lugar.
Y es que ni el poder que gobierna lo sucesivo histórico ni la iglesia que organiza lo que sigue a la desaparición de éste, pueden admitir la extensión de la imagen fuera del texto, su salto a la realidad que los pone en peligro de extinción. Frente a lo que ellos llaman la mentira de la imagen, oponen su verdad histórica que no es otra cosa que la organización social de la mentira. Y como consecuencia, han renunciado a ver. “He visto cosas” dice el replicante de Blade Runner, y ha logrado de golpe la inmortalidad. “He visto”. Y ese ver, por encima de la desaparición del cuerpo físico, crea tal gravedad poética que esa imagen sobrevivirá, con empuje decisivo a la emergencia del potencial metafórico de los seres, del despliegue de su vocación de arquero.
Sabemos que hemos entrado en la imagen cuando sentimos su gravedad. Desprendemos entonces una evaporación densa, que afecta a todo cuanto pensamos y amamos e incluso hacemos. El soñador, como creador de un texto oral (y eficaz) en la realidad, dominada por poderes hostiles, los caníbales de lo sucesivo histórico, es un profeta que anuncia el paraíso como posible en la historia, al subvertirla. Misionero que ambiciona que el mayor número comparta su vivir hechizado. Exhalamos imágenes con vocación de infectar, con el fin de abrir el acceso al paraíso, al reino de la eterna sorpresa.
El hombre es un ser para la poesía, ser metafórico, cuyo destino es la imagen y el traspasar la realidad “con una penetración dura como piedra y transparente como agua en el espejo” (Lezama). En ningún caso es un ser para la muerte (zum Tode) que no es más que una contra imagen, el grado cero de la imagen. Por ello no es posible “un estilo de morir” (Lezama). Solo hay estilos de vida en cuanto vida mortal. Como seres metafóricos, somos cíclopes que trasladamos en imagen los más pesados objetos al horizonte más lejano donde edificamos nuestros sueños. Por este ojo ciclópeo que nos hace habitantes de la imagen, rechazaba Cunqueiro la angustia y la muerte como destino. Y hubiera asentido a las palabras de Lezama: “Dance la luz reconciliando al hombre con sus Dioses desdeñosos. Ambos sonrientes, diciéndoles los vencimientos de la muerte universal y la cantidad tranquila de la luz”. “Morir luego con los ojos abiertos” (Unamuno, a quien aplaudía Lezama). Saber escuchar todas las voces y los suaves pasos de la gran mudanza. Evitar la confusión al cruzar la puerta que no lleva a parte alguna. La base biológica de nuestro ser metafórico nos regala al final esa luz blanca, poblada de amadas sombras. Es la última metáfora. Privilegio de gozar de la gravitación de la última imagen.
Pese a los ataques e incomprensiones con relación a su vida y a su texto, de los pequeños caníbales de la historia (los grandes caníbales detentan el poder y son ajenos a la poética) Cunqueiro tenía la seguridad de “habitar la ingenuidad de un nuevo paraíso”. Nunca se permitió traicionar su destino, ser arrastrado fuera del reino de la imagen que él llamaba “el dulce reino de la tierra”. Y es quizá la dialéctica entre el reino de la tierra y el golpear del martillo de la historia la mejor explicación de las complejidades y perplejidades cunqueirianas. Supo él siempre, sin embargo, de la prevalencia de la imagen, de su infinita fuerza compasiva que, al transformar lo real, vuelve inocente al hombre, es decir, libre del mal de la historia. “Inocente”, palabra muy cunqueiriana y por él amada. “Edipo”, escribió, “un inocente”. “Max Jacob, el último episodio de la degollación de los inocentes” (asesinado por los nazis). Acaso él mismo también un inocente como todo aquel que supedita lo temporal a la imagen prodigiosa.
Finalmente, es el momento de examinar algunas de las afirmaciones y conclusiones del ensayista M. Gregorio González sobre “el fracaso cunqueiriano” contenidas en su brillante ensayo “Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío”, 2007, en el que reflexiona bellamente sobre el proyecto literario cunqueiriano a partir de sus textos, sin los recursos del conocimiento personal y sin entrar en la exterioridad de la vida cunqueiriana (con excepción de un conocido episodio, significativo no obstante por lo que revela sobre el habitar en la imagen del mindoniense). Ensayo brillante, repito, conmovedor, con frecuencia, es contraejemplo para tanto biógrafo caníbal de la historicidad que no levanta sus ojos de la carroña si no es para disputarla. Su defecto, quizá, no contemplar en toda su amplitud la dilatación del horizonte cunqueiriano, “el proyecto de habitar la ingenuidad de un nuevo paraíso”. No habría entonces avanzado las afirmaciones que en mi opinión hacen perder el rumbo a tan hermosa obra, no habría hablado del “fracaso cunqueiriano”. Cito algunos párrafos que explicitan la posición del autor: “El lector comprueba con asombro y desánimo que el viejo ideal cunqueiriano, la imaginación… viva en las veredas del siglo, va sucumbiendo a una pesadumbre que quizá sea tributo a la época o desmayo de una biografía creciente y fatigada… Cunqueiro cantor taciturno, oficiante sombrío, dulce escribano de la gratitud y la dicha pero lastrado ya por el férreo pesimismo de su siglo… Misterio patente y abisal, la alegre nostalgia, la serena derrota de cuanto imaginó y sedujo al mindoniense… “El año del cometa” como la obra menos cunqueiriana… El amargo reconocimiento de una derrota de la imaginación… Nada queda de la fe en el hombre, en su trascendencia, en la bondad perdida… La quiebra definitiva de un espejismo. Paulus muere… Porque ha dejado de soñar… Suicidio literario… Muere el soñador y lo soñado… Fracaso de Cunqueiro… Cunqueiro juglar sombrío…”
Es lástima grande que ensayo tan brillante se vea desvirtuado por unas conclusiones equivocadas. Si el autor hubiera conocido el texto oral que se desprendía de Cunqueiro, la imagen que evaporaba, no hubiera sacado las conclusiones expuestas del texto escrito de “El año del cometa”, última obra narrativa de Cunqueiro y no la menos cunqueiriana sino, yo diría, al revés, la más cunqueiriana, la meta de su camino narrativo, en la que se contienen y se explicitan elementos sustanciales de la autopoética cunqueiriana que iluminan toda su prosa anterior. “El año del cometa” nos proporciona y aclara en su profundidad el horizonte que exige la lectura de la narrativa cunqueiriana y en ello reside la principal diferencia respecto de las obras anteriores. Las reflexiones de Paulus/Cunqueiro sobre el soñador, sobre sus sueños piensan desde este último texto los anteriores y muestran en toda su complejidad el proyecto literario cunqueiriano. Última novela, “El año del cometa” debería ser la primera en la lectura de los textos de Cunqueiro. Se evitarían así muchas interpretaciones banales.
Cunqueiro no abandonó nunca los sueños, nunca se reconocería en una frase como la “derrota de la imaginación”. Incluso en su propia vida personal, asaltado por la dolencia final, Cunqueiro siempre fue fiel a la imagen como destino. Hasta una llaga que supone normalmente una mutilación, fue tratada para su curación cunqueirianamente. Se abstuvo de mirarla, como el almirante japonés por él recordado (y por Lezama también y separadamente) quien, con un despliegue de su abanico, hacía desaparecer la flota enemiga. Y sólo miró su cuerpo, como el almirante el mar, cuando la llaga había desaparecido.
Se olvida cuando se habla de “biografía creciente y cansada” que “El año del cometa” es de 1974, época de plena salud para él, de vigor físico y mental. Cosa que también olvidan algunos que se inclinan sobre la que llaman “su poesía última” cuando la casi totalidad de sus poemas son fruto de años anteriores, con frecuencia de muchos años. No hay, salvo algún poema, poesía escrita en la enfermedad y próxima a su muerte. Pero incluso los textos literarios publicados hasta el día de su fallecimiento, los mal llamados “artículos de periódico” no muestran diferencias con los de otras décadas de su vida. Y como paciente nunca se dejó abatir. Siempre imaginó la curación y cuando el horizonte final se hizo evidente lo aceptó con serenidad y melancolía desde el pleno disfrute de sus facultades mentales hasta la última hora. No, no hay “ningún desmayo en su creciente biografía”. Siempre supo Cunqueiro de las dificultades de su proyecto de restituir lo armónico del hombre que le ha sido arrebatado y devolverlo en la imagen, en el contexto de un mundo sometido al dominio progresivo de leviatanes que los textos sagrados mostraban sepultados en oscuros fondos primordiales.
Las presiones sufridas en su vida creadora por incomprensiones de lo sucesivo histórico son incomparables con la anécdota de la enfermedad personal. Ni unas ni otra afectaron a su visión de habitar el paraíso, el dulce reino de la tierra al que es consustancial la visita de la muerte de cuyo país se retorna como claramente afirma su prosa y su poesía. Quien como él cree que hay un doble celeste de cualquier existente terrenal (¡un Umia celestial!) sabe que el hacha de la muerte no alcanza a decapitar la esperanza de la imagen. Y añado que los muertos son entre nosotros “os nosos difuntos” cuya presencia en Mondoñedo, ciudad de vivos y muertos, dura siempre, pase el tiempo que pase, están extrañamente presentes.
Lo que Cunqueiro mostró en “El año del cometa” no es la derrota de la imaginación sino que la capacidad de soñar, de inventar, es decir, de hallar, es condición indispensable para la habitación en el paraíso. Y que el ser metafórico que somos corre el peligro de ver sepultada su vocación de arquero bajo el peso asfixiante de monstruosas evoluciones globales, ciegas a esa salvadora posibilidad humana. Porque Cunqueiro conoce perfectamente el carácter terrible de las bestias que una deriva de la sociedad ha dejado escapar afirma el reino de la imagen para cancelar la amenaza. Y en su obra muestra el camino de salvación. Siempre mantuvo la posición de arquero, con el arco tenso apuntando a un blanco muy lejano, un arco semejante al de doble curvatura de Eurytos, que recibió de los griegos, y cuya flecha abre el paraíso.
Todo “El año del cometa” es una advertencia sobre la dejadez de posibilidades esenciales del hombre. Paulus muere porque ha dejado de soñar, quizá solo un momento, cegado por los monstruos que resoplan en el horizonte de nuestra época, y concretamente el dinero. Paulus recibe un disparo cuando va en busca de una bolsa de monedas. Julio César, David o Arturo ofrecen el retrato lamentable de las páginas de “El año del cometa”, sarcástica caricatura de la visión ferozmente antipoética de ciertos desarrollos contemporáneos. El mismo Paulus, afectado por ella, pierde el camino de la imagen y se pierde él mismo. La ciudad de Paulus, sumergida en la niebla de una “era imaginaria” se sobresalta al oír los disparos de los guardias, una autoridad desconocida en paraíso. Claro que Cunqueiro conoce las condiciones, los desarrollos adversos de su siglo que presionan y dificultan su proyecto de restablecimiento de una armonía humana. A veces, las dificultades e incomprensiones pueden ocasionar un pasajero desmayo, una tentación, no de renuncia, pero sí de cansancio. La pregunta <<¿Dios mío por qué me has abandonado?>> siempre está presente y puede surgir… Para ser inmediatamente cancelada.
Sí, siempre fue fiel Cunqueiro a la imagen en su existir luminoso, siempre “la picadura de un aguijón sonriente” borraba todos “los conjuros negativos”. Por supuesto que desde el humor sarcástico cunqueiriano en la descripción de César, David o Arturo, no tiene sentido extraer consecuencias de carácter general sobre la posibilidad de su proyecto. Completando lo antes dicho desde otro punto de vista, estados o cualidades como la ancianidad, la fealdad o la enfermedad forman parte inseparable de cualquier imagen del hombre. La ciudad paradisíaca cunqueiriana la habitan con la misma legitimidad jóvenes y ancianos, atletas y jorobados, héroes y enanos, príncipes y mendigos, seres hermosos y deformes, todos tienen idénticos derechos y obligaciones como habitantes del texto paradisíaco, sea el cunqueiriano o el mítico griego. Su esencial igualdad implica la fertilidad de todas las uniones, en Cunqueiro y en Hesíodo. La identidad del tapiz de fondo implica la continuidad fértil de la belleza y de la monstruosidad, “la superación del ámbito de la especie por lo germinativo” (Lezama) en el texto paradisíaco.
Es precisamente nuestra época antihumana la que es incapaz de ver esa complejidad de la ciudad cunqueiriana y la reduce a decadencia y a muerte de los sueños y derrota de la imaginación. La incomprensión de M. Gregorio es la incomprensión de su siglo.
En la construcción de su texto paradisíaco, revela Cunqueiro la plenitud de su compromiso con la humanidad, la radical democracia de su ciudad paradisíaca, la esencial igualdad de seres, animales, cosas en continuas cadenas o series metamórficas o germinativas que cancelan las discriminaciones específicas. Y siempre su visión y su escritura en el ámbito de la luz de la aurora griega.