Viaje de fin de semana a Mondoñedo con un grupo de amigos que deseaban conocer o recordar la villa y la Mariña. El punto de encuentro fue Lugo donde, después de pasear la Plaza del Ayuntamiento y calles adyacentes, con temperatura muy agradable y sol brillante, comimos a base de pulpo en el módulo de un restorán con forma de barril o pipa. Luego recorrimos la muralla, ya casi libre de casas adosadas, pero aún hay alguna, con sus ventanas próximas y que permiten al caminante apacibles diálogos en los atardeceres dorados.
Siempre gusté de Lugo, lo amé incluso, con su tranquila vida cotidiana de provincias, los paseos por la Plaza Mayor los claros días o, sentado en una terraza, ver en domingo el desfile de la burguesía local engalanada. Era entonces para los mindonienses la gran ciudad próxima donde comprar, recibir atención sanitaria y cursar estudios. La calle de la Reina fue para mí, con seis o siete años de edad, la primera visión de una calle de una gran ciudad, sin parangón con las modestas de Mondoñedo.
Acompañado de mi padre, conocí en los años de Bachillerato, que cursaba por libre, con los exámenes en el instituto lucense, a Fole, Pimentel, Fraguas, Carballo Calero… Recuerdo un fuerte abrazo de Pimentel y su consejo: “Estudia Dereito Hipotecario que é o que da cartos”. También a Manual María y a Uxío Novoneira con quienes bebí alguna cunca y que aparecían periódicamente en la capital descendiendo de lo que pensaba altas montañas. Me fascinaba su energía de jóvenes toros, no domesticados por la delicadeza ciudadana. Un juicio de Manuel María me quedó grabado en la memoria: “Non cambio un verso meu por tódala obra do teu pai”. Me impresioné en su momento, después se me reveló como una insolencia típica de juventud, sin mayor importancia.
Durante el curso de preuniversitario viví en Lugo, durante el curso 1956/1957, en el Hotel Comercio, una magnífica pensión en los soportales de la Plaza Mayor. Por mil pesetas al mes (¡seis euros!) cama y desayuno, comida y cena, excelentes. Éramos poco más de una docena en el preuniversitario de letras y entre los compañeros recuerdo a Mauro Varela y a Karím, ya fallecido, que creo fue presidente del Círculo. Los profesores en general eran magníficos, el temido D. Froilán en Latín, la esposa de Carballo en Literatura, uno de Griego, cuyo nombre no recuerdo, un caballero de blanca caballera, que con sus lecciones sobre Alejandro Magno, despertó una inclinación en mis estudios y lecturas que llegará a mi muerte. Un recuerdo especial mantiene mi memoria para el profesor que examinaba de literatura en el Bachillerato, D. Lázaro Montero, de gran dignidad y saber y que, me parece, había sido represaliado por la dictadura. En general, la majestuosidad de los tribunales de enseñanza media, su puesta en escena, el respeto de los estudiantes y la cortesía y las formas de unos y otros es inimaginable para un estudiante actual, incluso universitario.
Ese año de preuniversitario pasé muchas horas jugando al ajedrez, en el café central y, sobre todo, en el Metropol donde había grandes jugadores, Rubio, Gárate, Nicolás y sobre todo, Rodrigo Rodríguez, subcampeón de España y que había sido veterinario en mi pueblo. Por él conocí las primeras partidas de Roberto Fischer en el Campeonato USA que ganara. Rodrigo estaba entusiasmado.
A media tarde, por la carretera antigua, partimos para Mondoñedo. Pasamos por Villalba, tierra de Fraga, de Rouco, de Villares, pero sin escritores, a diferencia de Mondoñedo, donde abundan, mayores y menores. Debido al aire frío villalbés que aconsejaba la presencia de numerosos tuberculosos para mejorar sus pulmones y como la enfermedad se había cebado en la familia paterna, cuando muy niños, si íbamos a Lugo con la madre o una tía, no nos era permitido descender del autobús de la empresa Cal Pita en sus paradas, para evitar en lo posible al bacilo de Koch. Incluso se nos aconsejaba respirar lo menos posible o con un pañuelo delante de la nariz, dificultando así la acción del enemigo. Solo años después, mozalbete, de capacidad pulmonar sin fisuras, pude patear la villa blanca.
Pasado Abadín, al llegar a las curvas de la carretera que desciende a Mondoñedo, bordeada de profundos precipicios a su derecha y en la que cada vuelta abre una página de un libro de paisajes hermosísimos, apenas pudimos ver nada por el crecimiento desordenado de árboles y vegetación diversa que todo lo tapa. Incluso en el mirador, donde se hallan las ruinas del antiguo Parador, una vista espectacular del valle, con Mondoñedo en el centro, rodeado por los montes a derecha e izquierda, ha desaparecido por la abundancia de arbustos y maleza. No se comprende como el Concello no despeja algunos puntos estratégicos que permitan acceder a un panorama incomparable. Por la carretera de circunvalación a cuya derecha queda Mondoñedo y a la izquierda el valle por el que discurre la nueva carretera, al pie de montes, en los que se alza el Monasterio de Los Picos (en los prados de cuyas abas escribí gran parte de “Beatum Corpus”) llegamos al “Hotel Montero”, donde atendidos por Ángeles, su eficaz dueña, tomamos posesión de nuestro alojamiento. Tras breve descanso, visitamos el viejo cementerio, que se encuentra próximo. Ofrecimos el debido respeto a la tumba de Álvaro Cunqueiro, del compositor Pascual Veiga y del poeta Leiras Pulpeiro (fallecido en 1912). Me viene a la memoria el horror que, como ateo, inspiraba a una anciana sirvienta de casa: “nenos, ese home arde no inferno para sempre”. Cuando se proclamó la República, un amigo suyo acudió a su tumba y, golpeándola con el puño, exclamó: “Leiriñas, chegou a República”. Prometo que si la casa de los Borbones se hunde antes de yo morir, iré a la tumba de Leiras y a la de mi padre y anunciaré con grandes berros: “chegou a República, o país está limpo de Borbóns”.
Subimos por la calle Obispo Sarmiento, la calle de mi infancia, pasamos por delante de la casa de Leiras Pulpeiro y de su monumento, y ya en el barrio de Alcántara, entramos en la “Tasca”, una taberna de trato familiar, las paredes llenas de fotografías de gentes del pueblo que alimentan la nostalgia. He cenado en ella en días de invierno. Dejas entonces detrás el frío y la lluvia y pisas un sitio cálido y acogedor, un ambiente de otro tiempo. En la tasca puedes comer, entre otras cosas, un raxo excelente, con patatas panaderas, pimientos y huevos fritos caseros, toda una delicia en la que nos sumergimos, con el acompañamiento del magnífico pan de la villa y vino del Ribeiro, pues Mondoñedo “rico en aguas y en latín” y en truchas, es pobre en vino desde la Edad Media.
Paseamos la cena, y yo mis recuerdos, por las calles que descienden hasta la catedral en la que brillaba el gran ojo de su rosetón. Por la “Fonte vella” de Álvaro Cunqueiro que, sin descanso, canta su canción, recorrimos el Barrio dos Muíños que descansaba en su noche. Blancas casas, silencio resaltado por la voz de las aguas del Valiñadares que desemboca en unión de otros ríos y arroyos en el Masma, que discurre por el Valle de Mondoñedo, hasta verter en la Ría de Foz.
Decidimos volver con la luz del día para que nada se nos escapase de la belleza de este barrio.
Al siguiente día, tibio y soleado, visitamos en primer lugar la catedral, que, como todas sus iguales, parece un alto pastor watusi con el ganado menor de las casas a su alrededor. Admiro, dentro y fuera del edificio, su maravilloso rosetón. Y, luego, los rasgos puros de la llamada Virgen inglesa. Ya en el museo catedralicio la colección de zapatillas de los obispos que fueron, cuyas lápidas en la piedra y sus rostros en los cuadros de la sala capitular, examino con el interés de siempre. De los titulares de la diócesis que conocí, solo recuerdo a dos con afecto, al vasco Argaya Goicoechea y, sobre todo, al cardenal Quiroga Palacios, un verdadero príncipe de la Iglesia. Cuando lo veíamos de muy niños por las calles de la ciudad, corríamos a besar su anillo y a recibir cariñosa palmada en la cabeza. No se puede imaginar hoy lo que significaba un obispo entonces, sus palabras y sus homilías estaban en todas las conversaciones y sus intervenciones en cualquier asunto pesaban grandemente. Mi padre tenía mucha relación con ambos, paseaba con el obispo Argaya por los alrededores de la villa y oía las explicaciones del vasco o navarro, no recuerdo, sobre las particularidades de la conjugación del euskera. Cuando falleció el cardenal Quiroga, recuerdo a mi padre realmente afectado y triste. Uno de los últimos obispos, Gea Escolano, nos mostró uno de los peores rostros de la Iglesia.
Concluida la visita a la catedral, visitamos el Museo o Casa Museo de Álvaro Cunqueiro, frente a la catedral. ¡Qué decepción! Cierto que aminorada por noticias y fotografías comunicadas por amigos. Ya el proceso de adecuación de la vivienda había suscitado todas mis dudas. Empeño en una taberna (innecesaria pues hay varias en los mismos soportales) y en un restaurante (que ya está cerrado). Ante la taberna inevitable, por lo menos impedí el nombre propuesto de “Gastro Bar” (!) y propuse “La Taberna de Galiana”. Nadie me consultó sobre la vida cotidiana de Álvaro Cunqueiro en el edificio, la distribución de espacios, anecdotario…, siendo el que esto escribe el único que vivió esa época y la recuerda. No quiero extenderme sobre el protagonismo de lo político partidario en la inauguración, con un conselleiro a quien se le premia su contribución a las obras con fondos públicos con el título de cunqueiriano emérito (lo de emérito es un sinsentido jurídico-administrativo y lo de cunqueiriano… basta ver su fotografía para tener claro que sus caminos no son los del escritor).
Ondeando en la fachada hay una pancarta que reza “La taberna de Galiana” y unas mesas con parroquianos. Un vídeo intrascendente en la pared, un escaparate donde se anuncia la venta de helados. Todo el resto de la planta baja es cafetería. La propia vendedora de helados es la que vende los billetes de entrada. Al subir las diversas plantas, además de espacios cerrados (la cocina, por ejemplo) se observa que la musealización no ha tenido en cuenta la vida cotidiana del escritor, prácticamente es indiferente a la misma o cuando presta atención a la historia, la falsifica. Hay espacios claramente desperdiciados, como el “sensorial” de la primera planta alta. La gracia de su dormitorio y lugar de trabajo en el faiado se ha perdido. Se desprende una clara sensación de superficialidad y el que no haya conocido las raíces de Álvaro Cunqueiro, sale de allí en el mismo estado. Se decía que era un edificio pequeño, que era necesaria una selección. Nada más falso, planta baja y tres plantas altas permitían realizar, con calidez e información, la casa que reflejase la vida y el mundo de Álvaro Cunqueiro. Algo perdido irremediablemente en la obra realizada. Además pobreza del material exhibido (libros, objetos, paneles…). ¿Las causas? Ignorancia, atrevimiento y prisas de los políticos locales, frialdad técnica de los responsables de la musealización y de la dirección de obras, con un punto de vista abstracto que borra lo concreto histórico, limitaciones presupuestarias seguramente, pues una realización satisfactoria de la casa de Álvaro Cunqueiro requeriría mucho más tiempo y dinero. Y, sobre todo, desconocimiento real del mundo de Álvaro Cunqueiro, una admiración tópica, hermana de una ausencia de voluntad de saber, falta absoluta del espíritu poético que inspirase la creación.
Por el contrario los helados son francamente buenos. Mientras dure el chupeteo, muchos visitarán distraídos las instalaciones.
Me informaron que la campana de la catedral “La Paula” que licenció a tantos en sutiles tristezas y melancolías, no toca más que en ocasiones señaladas. Tampoco el “esquilón” señala ya el comienzo de los oficios en la catedral para los canónigos (diez menos cuarto de la mañana y cuatro menos cuarto de la tarde). Preguntábamos la hora y la respuesta decía “es el esquilón” o “faltan diez minutos del esquilón”. A medio día tocaban todas las campanas de la catedral y de las iglesias y monasterios del pueblo una hermosa sinfonía, unas se respondía a otras, diálogo que sigue resonando en mis oídos.
Volvimos al barrio de los Muiños cuyo aspecto de día es muy diferente al nocturno e igualmente atrayente, para mí el barrio más hermoso de Mondoñedo para vivir. Blanco brillante de las casas bajo el sol que contrasta con la armadura de escamas de pizarra de los tejados. Curso alegre y rápido del río Valiñadares que lo atraviesa con bella canción. Generoso, alimenta ramales para los antiguos molinos que salvan losas de piedra para permitir el acceso a las viviendas. Hay caminos que llevan a los montes y bosques próximos donde se abren paisajes y rincones inesperados, una geografía propia de los sueños.
Salimos “dos Muiños” para visitar la catedral de San Martín de Mondoñedo a la que conducen dos carreteras, la de Ferreira do Valadouro y la de Foz. La primera bordea por Viloalle el río Masma, formado por la confluencia del Valiñadares y ríos y regatos que descienden de los montes de Tronceda (Pelourín, Tronceda…). Entre las imágenes de mi infancia figura una lámina de agua, tersa y transparente, con una gran barca de madera anclada en una orilla. Quizá la barca de Álvaro Cunqueiro.
También recuerdo la admiración que sentí verbo de un tío mío, César como yo, que en una mañana clara se lanzó al agua y la nadó hasta la Ría de Foz. Mis sentimientos fueron análogos a los que sentí, en la inevitable etapa maoista, viendo a Mao entre las aguas del Yang Tse Kiang.
El nombre del río me lleva a pensar en aquella época de la historiografía gallega del S. XIX en la que se defendía alegremente la presencia de reyes y héroes griegos en Galicia y su papel de fundadores de ciudades. Mi querido amigo y compañero de estudios jurídicos y después catedrático de griego en la Universidad compostelana, J. Moralejo, desgraciadamente fallecido, trató el asunto con ciencia e ironía en diversos estudios cuyas separatas me envió. Yo también quise contribuir al disparate histórico, en la buena compañía de Murguía, Viceto y otros. Y aproveché que en griego antiguo masma tos significa búsqueda, para defender que en el hidrónomo permanece el recuerdo de la búsqueda de Hércules de los bueyes de Gerión. Así queda incorporado mi valle de la geografía helénica de Galicia.
Por la carretera de Foz y dejando al margen, adormecida a los pies del Conde Santo, a Vilanova de Lourenzá, rica en habas y polis de Paco Fernández del Riego, llegamos a San Martín de Mondoñedo, sita en un bellísimo rincón de la Mariña. Gusto de imaginar que las primeras tribus que hallaron estas tierras ya no se movieron, que aquí concluyó su caminar.
Con demora recorremos el edificio, el que esto escribe, por enésima vez. La Xunta, con talento, ha musealizado un recorrido que concluye en la Iglesia. Después bebimos el agua fresca de la fuente de la Zapata, que brotó por la acción de San Gonzalo, agua que cura malestares de los huesos. Y subimos a continuación a la capilla del Santo que se abre al océano en el que hizo naufragar, con sus “rodilladas” las naves normandas. Por desgracia, como ya ocurrió en el descenso al valle mindoniense, el crecimiento del arbolado y la maleza, no sujeto a policía, impide ver nada. Hoy San Gonzalo tendría muy difícil observar la aproximación de las naves enemigas y apuntar el fuego de sus oraciones. Poco costaría despejar una panorámica pero, una vez más, resalta la pequeñez de los políticos locales en el medio de nuestro maravilloso país. Como me decía el poeta Oroza “a este paraíso le sobran un millón de túzaros” que deberían ser bañados y frotados largamente con la esponja de la cultura.
Sin hacerse notar, nos avisó de repente la hora de comer. Escogimos “A Xoiña”, edificio de altos muros, cubiertos de vieiras, próximo a Foz. Fue abierto hace muchos años por unos emigrantes gallegos en Suiza, que siguen al frente, felizmente vivos. Todo sigue igual que hace décadas, incluidas las parrilladas de pescado, que destacan en la oferta de la casa: rodaballo, robaliza, merluza, sapo, en increíble abundancia. Pasamos la tarde en Foz, paseando su nuevo paseo marítimo. Gran parte del paisaje de mi infancia ha desaparecido, bajo un esfuerzo constructor y urbanizador desaforado, merecedor de todos los reproches estéticos habituales en estos casos. Pero el mar sigue ahí, la pesca de bajura que brilla bajo el sol como plata viva, el faro, que nos servía de trampolín para el salto cuando la marea alta y desde los más olvidados rincones de la memoria se presentan las personas que encontrábamos y nos acompañaban entonces, sus historias y mis emociones. Hoy casi todas fallecidas. Pero yo las recuerdo, con sus expresiones y sus voces.
Dejamos al anochecer Foz, puerto de Mondoñedo y de Simbad y visitamos Ribadeo, villa por la que nunca me sentí atraído, sentimiento injusto, sin duda. El ambiente ruidoso era insoportable, al encontrarse la ciudad en fiestas. Decidimos regresar a Mondoñedo.
Al día siguiente después de visitar brevemente Lourenzá, donde encontramos cerrado el Templo del Conde Santo (hecho incomprensible del eventual responsable político o religioso) nos dirigimos a Sargadelos, pasando por Burela. Recuerdo que de mozalbete, desde el punto más alto del puerto era perfectamente visible el poderoso Cantábrico, cerrado ahora por un paredón. Desaparición de una panorámica que era casi lo único digno de verse en este rico puerto pesquero. También, desde un monte a la izquierda de la carretera, recuerdo una vista de conjunto sobre la ciudad que ofrecía un aspecto de instrumento musical, de guitarra o mandolina. Llegamos luego a Sargadelos. La fábrica se hallaba cerrada al ser domingo pero abiertas las dependencias de venta y exposición de cerámica. Observé unas fascinantes cabezas de Oteiza, de las que sólo, fantaseé, podrían brotar palabras vascas.
El edificio rodea una explanada circular. Un conocido arquitecto portugués, compañero de viaje, lo vio como un claustro, propio de la esencia conventual del edificio. Efectivamente los artistas que allí se reúnen para enriquecerse mutuamente con sus experiencias, son como monjes de la cerámica, que brota de las oraciones de sus manos.
Recorrimos después los viejos edificios del Marqués de Sargadelos, rehabilitados, y bellos caminos en el monte, con el agua hablándonos sin cesar. Una yegua, al verme, dejó el pasto y se acercó a la cerca e inclinó la cabeza en busca de caricias y aloumiños. Siempre he creído en la solidaridad de los mamíferos y me emociona cualquier atisbo de fraternidad con ellos. Finalmente comimos en S. Cibrao, en “La Bodega”, excelente pescado. En general, en toda la Mariña los precios de alojamientos y comidas son increíblemente bajos. A mis amigos les propuse un eslogan utilizable por las autoridades: “Jubilado, ven con tu pensión al paraíso de la Mariña y podrás gozar de todos sus frutos incluido el del pecado original, que aquí tiene un sabor particular”.
Después de un par de horas al sol, en una plaza tranquila, y en amena conversación, subimos a los respectivos coches. Como flechas, en el río de un tráfico densísimo, por la autovía y luego la autopista nos dirigimos a nuestros destinos, el mío, Vigo y el Atlántico, donde llegamos con el comienzo de la noche. Nos satisfizo comprobar que nada relevante había cambiado la superficie de las cosas en nuestra ausencia. Los eventuales cambios generados en la profundidad únicamente podrán desvelarse con el tiempo.