Desde hace muchos años me preocupa el “alterum iam
populum ese” que según el senado-consulto de represión de las bacanales
amenazaba con sustituir al “populus romanus”, el otro pueblo, otra clase de
gente que se va extendiendo entre nosotros, un nuevo y extraño tipo de gente,
nuevo y extraño, por lo menos, para los que, por nuestro horizonte cronológico,
pertenecemos a un antiguo régimen del que conocimos la última etapa de una rica
cultura campesina y las formas de comunicación anteriores a la revolución
digital. Kurosawa, el director de cine, decía que el hombre ha comenzado a
cambiar en todo el mundo en los años posteriores de la segunda guerra mundial,
cambio causado o acelerado por el fin del mundo agrícola tradicional, el éxodo
rural a las grandes ciudades con multiplicación de las megalópolis, la
globalización y, sobre todo, la revolución tecnológica de las comunicaciones.-
Una
mera observación de la vida cotidiana nos permite identificar a los integrantes
de este pueblo que surge entre nosotros y que tan extraños nos resultan a los
que podríamos llamar “los antiguos sapiens” o “humanos antiguos”. Paseando por
la ciudad llegué a un barrio en el que se celebraba una fiesta relacionada con
el mar, desafortunadamente nombrada en inglés, sin que a nadie le importe el
daño a la lengua oceánica, haber nacido en la cual es “una dicha indecible”. La
presencia física del mar y los fines de la fiesta me recordarón otras, hace dos
mil quinientos años, cuando Dionisio desembarcaba en El Pireo y tenía lugar una
solemne faloforia por las rúas de Atenas. Dirigí la mirada al horizonte marino
pero nada parecía alterar la tranquilidad de las aguas. Tampoco había
expectación alguna entre el público. Por todas partes se alzaban tiendas donde
se vendían ropas y objetos banales y puestos de comida donde, integrando la
cola correspondiente, se podían obtener pequeñas tapas o “pinchos”, de
productos marinos preparados de diversas formas, que no pretendían saciar el
apetito, y, por supuesto, nada baratas. Música ruidosa en el aire y en tierra,
ríos de personas, con el móvil en la mano y fotografiando lo menos digno de ser
fotografiado. En definitiva, mediocridad generalizada y aburrida, puro ruido y
poco más. Pero a la muchedumbre se la veía contenta y entretenida.-
Me
parece una de las características del “otro pueblo” (y claramente favorecida
por el poder): hombres y mujeres, de todas las edades, que se divierten con la
nada, bien adobada de confusión y ruido, y que la fotografían y reenvían por
sus móviles, enriquecida con capas sin fin de comentarios intranscendentes que
se doblan por las glosas no menos vanas de los destinatarios.-
Nada,
que determina el horizonte de complejidad en que se encuentran cómodos sus
adictos, fuera del cual lo importante les resulta invisible, excepto si pueden
reducirlo o achicarlo, acometiéndolo por el lado más accesible..-
Con esta
operación metonímica asaltan el conocimiento que les es ajeno y en el espacio
público, con su no saber, vigoroso y florecido de tópicos, reducen al que sabe
al silencio. Otro conjunto, cuyos elementos coinciden ampliamente con los
integrantes del anterior, es el de los adictos al móvil y a sus aplicaciones,
aparato representativo del “nuevo pueblo” ascendido a miembro de su cuerpo y en
el que el cerebro delega parte cada vez mayor de sus funciones. En tu paseo por
la vía pública debes esquivar continuamente la salida brusca del portal oscuro
del hombre-móvil concentrado en postura característica, inclinado sobre la
pantalla que contempla devoto y sobre la que teclean dedos nerviosos. Así lo
encuentras caminando, sentado en cafeterías y terrazas, apoyado en muros, en
toda clase de espectáculos, solo o en grupo de fieles atentos a la buena nueva
que florece en su espejo y que su proselitismo enfebrecido reenvía sin pausa.
Durante su conversación con el aparato suele aparecer en sus rostros una
expresión de placer, una vaga sonrisa que me recuerdan la felicidad tranquila
del adepto a una secta en presencia del fundador, como, por ejemplo, la que he
visto en los que oían al señor marqués de Peralta. No tengo dudas de que, con
el tiempo, se producirán cambios evolutivos en el cerebro y en el cuerpo de los
adoradores del móvil para adaptarse al manejo constante del aparato y a la
localización en el mismo de parte esencial de las funciones cerebrales.
Llegarán a constituir una nueva especie con la que el “humano antiguo” no
tendrá intercambio sexual (si bien posible físicamente, por lo menos en una
primera etapa, imposible por la recíproca repulsión”).-
Ya
nadie entre las nuevas gentes ve con emoción, fotografía compulsivamente, todo
es adecuado para ser fotografiado y sobre todo, para aparecer en el medio de la
fotografía, adquiriendo así por la incorporación una consistencia particular y
gratificante y que no es más que penosa basura arrojada sobre lo eterno.
Millones y millones de fotografías que con su estupidez mancillan y oscurecen
la belleza y que se multiplican en instantánea comunicación que ambiciona
sustituir páginas de la historia del arte o de la naturaleza por las nuevas “personalizadas”.
La capacidad de recordar está en horas bajas, la falta de memoria, la madre de
las musas, se confiesa casi con orgullo “no se necesita en la familia”. En su
lugar, el archivo que permite dulce siesta a la cada vez más fatigada cabeza. Y
para qué la asociación si tenemos la búsqueda en el archivo.-
Ciego
a lo que no sea su pantalla, camina el nuevo pueblo, en posición semejante a la
del celebrante de la misa sobre el cáliz. No es por casualidad la semejanza.
Ambos se doblan ante la divinidad que adoran. Sin embargo siempre hay lugar
para la decadencia histórica. El vino del cáliz promete al sacerdote la vida
eterna. La pantalla solo confirma al que la contempla absorto su lugar entre
los idiotas del mundo.-
Finalmente,
como ya se deduce claramente de todo lo anterior, el nuevo pueblo es adicto al
turismo, se desplaza compulsivamente en masa, armado de su móvil, por todo el
planeta y da rienda suelta a su fotomanía en los lugares más insospechados. La
historia y la geografía de las tierras que visita, su cultura le son largamente
ignoradas. No es el amor ni un interés el que guía su bulimia consumista (hay
una bulimia geográfica al lado de la alimenticia) a la que es indiferente
cualquier horizonte, solo poder decir: “estuve allí”, un allí fotografiado
hasta la náusea y cubierto de densas capas del guano que originan. Luego,
cuando retornan, se empeñan en comunicarte el relato inaguantable de sus
tópicas emociones, propias de una guía turística, en mostrarte la pobreza de
sus fotografías, todo ello salpicado de expresiones “tienes que verlo” o “como
amanece el sol en el lugar X”. Aún resulta más difícil de soportar el
descubrimiento de mediterráneos o, lo que es peor, de mediterráneos
inexistentes y la pasión efímera que les despiertan, pronto apagadas, como
burbujas en una copa de champán. Si esos mediterráneos tienen nombres oficiales
muy diferentes a los usuales los pronuncian con la familiaridad propia del
trato con un viejo conocido (Myammar, Sri-Lanka…) y por supuesto niegan su
condición de turistas, se afirman viajeros pues “cada uno puede prepararse su
propio viaje” aunque luego sus comentarios desmienten tal preparación. No son
conscientes que, en las condiciones del mundo actual, la categoría de viajero,
el honor del viaje son prácticamente imposibles, y que el auténtico viaje es
hoy un concepto cultural, que solo es realizable en el mar infinito de los
libros y del arte con la vela de la imaginación más poderosa.-