Visita a la catedral de Orense. Siempre observo con
interés creciente cuando entro en las sombras de una catedral el sueño profundo
de las figuras yacentes de prelados u otros religiosos o de personajes de la sociedad
de su tiempo que cubren sus sarcófagos de piedra dispuestos en los muros de las
naves o de las capillas y las lápidas que resumen los altos hechos, la dignidad
de los oficios o la noble familia del difunto, hoy, en la mayoría de los casos,
solo información para eruditos locales.-
Con
que fe todos ellos cerraron sus párpados, pensando despertar en el paraíso.
Resulta difícil imaginar la absoluta evidencia que ofrecía esa fe. Nunca se
verán decepcionados pues su pétreo sueño no podrá ser destruido más que a
golpes de martillo.-
Me
dirijo a los primeros bancos de la nave central, casi bajo la cúpula. Abrazo
con la mirada la total arquitectura y, cada vez, la misma sensación, la de
hallarme en el interior de algo inexplicable, no solo entonces, en la sociedad
medieval, con la tecnología de su tiempo, sino incluso hoy, una maquinaria
estelar, una nave que ha llegado de un largo viaje y ocupa un terreno abierto
en el centro de la población. Inmediatamente será un templo para la
incomprensión de las gentes que a lo largo de los siglos colonizan el espacio
sagrado con tumbas, altares barrocos y verbenas de santos. Pero hoy ha llegado
el día y me cabe la suerte feliz de presenciarlo. Las galerías que ciñen el
interior del cimborrio se llenan de extrañas sombras que acarician placas y
botones de piedra. Los vitrales se llenan de luz, sus rayos multicolores todo
lo inundan, paredes, columnas, arcos, techumbre vibran suavemente al principio,
después con mayor energía. El rosetón gira con potencia, de él brota una claridad
inmensa, como un sol de mediodía. La piedra se agita, quiere romper las raíces
seculares que la unen a la tierra, pero la fuerza de ésta parece resistir.
Nada, sin embargo, puede ser obstáculo al vuelo de la piedra, en auxilio de la
luz viene la música, música celeste que el órgano vierte generoso. La vibración
aumenta, me pregunto si serán música y luz el combustible de la piedra.
Finalmente la tierra renuncia y la catedral, vacilante, se alza en el aire. La
hojarasca de los retablos barrocos, cruces y estatuaria religiosa, objetos del
culto, púlpitos y confesionarios se derrumban y caen al pavimento,
multiplicados en polvo y en fragmentos y una luminosa hermosura se ofrece
desnuda.-
Ya
está la nave en la más profunda lejanía y se dirige, cumplida su finalidad, al
mundo de su origen, a la amistad de las estrellas, y yo voy dentro o, vuelto
silencio de piedra, en piadosa actitud de anhelar el cielo.-
Finalizo
en el pórtico de la gloria de la catedral. Una teología de piedra que dice la
verdad de los espíritus de quienes lo alzaron, sin espacio para la corrosión de
la duda. Esa fe veía en los órdenes y rangos verticales de las puertas
sublunares el reflejo del orden celestial en el que reina el Pantocrátor.-
Este
pensamiento de correspondencia entre las esferas terrestre y cósmica es
habitual fundamento en las más diversas culturas. Ciñéndonos a Roma, pensemos
en el descenso del templo y en el ascenso del firmamento o en el Dios Terminus
que garantizaba los términos o mojones de los propietarios rurales latinos,
mojones que traducían límites geográficos de los cielos superiores. Por ello
quien alteraba la disposición de un mojón alteraba límites divinos y sufría una
terrible sanción, la de ser declarado “sacer esto”, es decir, consagrado a los
dioses infernales, lo que implicaba que cualquiera podía ejecutarlo sin
reproche penal o jurídico. Cuantas veces me ha llevado esto a pensar en los
campesinos gallegos, en su frívola facilidad para remover los “marcos”, cuantos
serían “sacer” y el número de los sacrificados al inframundo.-