Leo un poema de Mihai Eminescu en el que aparecen estos conmovedores versos: “O mamâ, dulce mamâ, din negurâ de vremi…Tu mâ chemi…mereu va plînge apa, noi vom dormi mereu” (oh madre, dulce madre, desde la niebla del tiempo, tu me llamas…siempre llorará el agua, para siempre nosotros dormiremos). Me emociona esa llamada, aunque sé que de las cenizas de los cuerpos solo brota el silencio. Pero como seres poéticos que somos los humanos, es decir, como constructores, necesitamos alzar una morada, una morada poética, cuyo rasgo esencial es la posibilidad de escuchar lo inaudible. No hay así contradicción alguna entre las leyes de la materia que se aplican a los cuerpos sin aliento y la vivienda poética que habita nuestro vivir y en la que es real todo lo pensable. Solo la poesía es capaz de tal arquitectura “grössen werden durch grössen konstruirt (lo grande lo construye lo grande). La casa del poeta. Ese es el título de un poema que escribí hace muchos años, al contemplar una obra de Chillida. Sus dimensiones abiertas, que fuera de la poesía se pensarían intemperie, posibilitan aquello de “nicht ist dem geist erreichbaren als das unendlichen” (lo más fácilmente alcanzable por el espíritu es el infinito). A la dificultad o imposibilidad material de acceder a un punto concreto del espacio o del tiempo responde la inmediatez del espacio y del tiempo poéticos en los que cualquier infinito es navegable y reconocible y donde los seres amados nos hablan continuamente.-
Es esa intemperie de la casa poética, lo contrario de la arquitectura banal que exige el resguardo de la concha de caracol. Solo desde la intemperie, desde el desabrigo, podemos reconocer y escuchar.-