Junio,17

Un sueño. Desperté en la alta noche. Cuando esto ocurre, tengo dificultades para reanudar el sueño si permanezco en el mismo lugar, así que me levanté y fuí hasta una pequeña sala donde, en los brazos de un cómodo sillón volví a dormir facilmente. De repente, y no habían pasado más que minutos, como comprobé después en el reloj, alguien se sentó en mis rodillas y aproximó su rostro al mio. Después del inicial sobresalto, contemplé sereno las facciones de una vieja amiga, fallecida hace ya años y por la que nunca había sentido otra atracción que el cariño de la amistad. Manteniendo su cabeza junto a la mía, que sujetaba con ambas manos, dijo algo sobre una situación de fecha muy lejana. No sé a qué se refería, pero ella aprobaba mi comportamiento. Me besó y con fuerza abracé sus muslos que repondieron con dureza bajo mis manos. Sentí que la carne seguía siendo carne en la muerte. Al reacomodar nuestros cuerpos ví con asombro, pero sin temor, que no tenia vientre, como si sus piernas prolongaran directamente los costados y, entre ellas, presentaba un vacío, un enorme hueco de un negro intenso y de forma vagamente circular. Por él empezó a brotar una oleada de calor que subía rapidamente y que me envolvía sin molestarme. Al contrario, cuanto mayor la temperatura, más cómodo me sentía, era algo muy agradable, diferente a cualquier experiencia anterior, que invadía mi cuerpo por todos sus poros y orificios y lo dilataba como si cada órgano o cada parte del mismo, olvidadas la gravedad y la dependencia del conjunto quisiera flotar libremente y mostrar su particular belleza, de modo análogo al prisma que doblega la luz sobre su espejo y, desnudándola la abre en canal y deja que muestre libre su entraña de colores.

Un poco fuera de lugar, expresé mi sorpresa por una calidez tal en la muerte. Entonces una voz me hizo girar y ví sentado, majestuosamete obeso, con un cigarro entre los dientes al poeta Lezama cuya vivienda y tumba había visitado en La Habana. En realidad, lo recordé luego, la disposición de su aparición era una foto muy conocida. Sus palabras decían mientras ascendían entre las volutas de humo: “Es el Eros del vacio. Amígate confiado pues todo es cordial y sonriente en el camino”. La escena se borró de golpe al abrir los ojos. Respiraba agitado, abrazaba aún el aire, llamas diversas se fueron apagando en mi cuerpo con una lentitud que mantuvo vivas un tiempo las caricias de ese calor misterioso que parecía disolver mi forma en círculos de burbujas juguetonas. Así ocurre en la playa, pensé, con las arquitecturas de arena. Las olas cosquillean sus articulaciones y cada una que avanza aporta una disgregación mayor hasta la suave y tranquila desaparición.

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