Hoy dos de Agosto de 2019 hace 69 años que falleció Josefa, mi abuela materna a las cinco de la tarde de un soleado día de verano. Yo era entonces un niño de ocho años que se encontraba por vez primera con la muerte, ciertamente sin comprender su alcance. Todos sus hijos, numerosos y ya desaparecidos, y los hijos de los hijos, no menos abundantes, estábamos presentes, aquéllos con rostro serio, con sus gavillas de lágrimas, mientras los nietos conteníamos nuestros juegos por la coacción de los mayores y también contagiados de la seriedad ambiente.
Días antes había llegado de una excursión con compañeros de edad y lleno de entusiasmo y vitalidad entré en la habitación de mi abuela, con sombras sobre los pesados muebles. Desde otra geografía me preguntó por mi diversión. En su rostro, cansancio y melancolía. Hoy, 69 años despúes, soy el último que puede recordarla, con claridad su físico y sus movimientos, más confusamente el sonido de su voz y su modo de ser y de decir. Durante todo este tiempo alimenté mi memoria con las fotografías familiares y con los relatos de mi madre y de los tíos. Siempre tengo presente aquel día, con el contraste entre la luminosa luz de fuera y el interior oscuro, entre nuestra alegría infantil y la tristeza del que llega al final de su camino, sin que pueda distinguir entre lo vivido y lo contado a lo largo del tiempo.
Al contrario de mi madre, que constantemente me visita en sueños, ella no lo ha hecho nunca, quizá porque mis pocos años de entonces impidieron una emoción profunda que abriese las puertas que permiten la emergencia de los seres queridos.
Sesenta y nueve años. Casi tanto tiempo como el período de los Antoninos o cinco veces el Reich de los mil años. 69 años hace que se extinguió un mundo, un planeta disgregado por la muerte y sus restos fueron acogidos en mayor o menor medida por otros mundos. Brillaron un tiempo luces numerosas que hablaban de ella y que se han ido extinguiendo poco a poco con la desaparición de los sucesivos mundos.
La débil luz que de ella llegó a mí, desaparecerá con mi muerte, rasgos, figura, toda memoria carnal. Solo alguna fotografía sobre la que nadie se interrogará con emoción, solamente líneas en registros administrativos.
Me gustaría que antes de que mi mundo también desaparezca, actuases en el teatro de mis sueños y oirte, recuperar tu voz, despúes de 69 años.