FEBRERO, 26

CUNQUEIRO Y LEZAMA. LA LUZ DE UN MUNDO QUE SE ALEJA.

(La primera parte, de cinco, constituida por “Texto mítico griego”, “Preámbulo” y “Cunqueiro y Lezama, vidas paralelas” constituye la entrada del 23 de enero de este diario).

II. UN MUNDO COMÚN.

Ambos escritores, estrictamente contemporáneos como decíamos con anterioridad, no importa si nacidos en provincias diferentes de Iberoamérica, comparten una coincidente concepción del mundo y una tradición cultural occidental que, en aspectos esenciales, se remonta al Neolítico. Ellos han sido testigos a lo largo de sus vidas del crecimiento exponencial del desarrollo técnico y científico que ha originado cambios decisivos en ese modo de vida milenario y fragmentado, el curso de una cultura común de los círculos dirigentes (piénsese en la rotura de la transmisión de la cultura clásica, por ejemplo, o el fin en Occidente del mundo campesino). Cambios que continúan aceleradamente con la revolución digital, con la genética, con la inteligencia artificial… Lezama y Cunqueiro no llegaron a conocer los ordenadores ni la red de sus conexiones pero eran plenamente conscientes de la “amenaza al mundo armónico del hombre que le ha sido arrebatado”. El cineasta Kurosawa afirmó un cambio en el ser humano que fechaba después de la Segunda Guerra Mundial y, yo mismo, en mi pequeño rincón gallego, he vivido el fin de un “ordo vitae” en el que crecí, fin en el que el desarrollo técnico ha sido el factor decisivo y que de alguna manera ha encontrado al hombre desprevenido y sin respuesta adecuada. Por esas fechas posteriores a la guerra ya afirmaba Heidegger en su “Carta sobre el humanismo” las carencias de nuestra posición para un diálogo con la técnica. Esas carencias, con el increíble progreso tecnológico se han acelerado desde entonces y vemos, como decía el senadoconsulto de represión de las bacanales del año 186 A.N.E. que “Quasi alterum populum iam esse”, otra gente aparece, permanentemente inclinada sobre la pantalla de su móvil, en lugar de seguir el vuelo de la flecha hasta la línea del horizonte, hacia la luz de una nueva imagen. Algo ya sobrecogedor, a pesar de hallarse aún en sus comienzos y que me hace dudar de pertenecer a la misma especie.

Durante milenios, desde el Neolítico, pasando por la antigüedad, hasta el siglo XVIII, la realidad con su extensión y la dirección irreversible del tiempo tuvo como compañera inseparable a la imagen que la corroía y afectaba en sus cualidades esenciales. Las cosas, en parte, eran sustancialmente ellas pero también las imágenes surgidas de sus transportes metafóricos, por la gravitación de extrañas aproximaciones.

Los griegos, sin perjuicio de sus Aristóteles, Tucídides o Euclides, vivieron en la imagen, es decir, en la naturaleza imantada, penetrada por la imagen, “la sobrenaturaleza” lezamiana. Su geografía, por ejemplo, era real y al mismo tiempo sagrada, mítica, o como deseemos denominarla, esencialmente sobredeterminada por dislocación nacida de la metáfora, por la interferencia de órbitas gravitacionales muy alejadas. Pero el tridente de Poseidón que separó a la isla de Eubea o la piedra que le cayó a Atenea y formó el Licabeto o las entradas al mundo subterráneo que podían señalar dónde habitaban no impedían actuaciones y navegaciones eficaces, las enriquecían, así la de los argonautas por el Ponto Euxino, cuando vieron el vuelo de Apolo camino de los hiperbóreos. Y por poner otro ejemplo, el de los siglos XVI y XVII en Europa (con Erasmo, Descartes y Spinoza) fueron los siglos de la alquimia, del gólem, de las brujas y demonios. Particularmente ilustrativo es el caso de la alquimia por la que surge el oro en virtud de la metáfora material de extraer de la soledad de su órbita uno o varios objetos y aproximarlos a la gravitación de otras, operaciones basadas en la previa puesta en común de imágenes. Desde Heródoto y Plinio hasta el emperador Rodolfo no hay solución de continuidad, reina la sobrenaturaleza.

Es desde la Ilustración en adelante, a través de las sucesivas revoluciones industriales y técnicas, hasta hoy, cuando se vuelve irresistible el causalismo de lo sucesivo y lo unidireccional histórico, hasta la revolución digital de nuestros días. Y con el tiempo irreversible las cosas han perdido o casi perdido sus contextos metafóricos (desnudez material del objeto que facilita análisis técnico-científicos exhaustivos pero que muestra también su pobreza) al igual que, v.g., la geografía, privada de su imagen mítica y convertida en paisaje, objeto de las técnicas y ciencias particulares.

Lezama y Cunqueiro eran plenamente conscientes del peligro mortal, de la amenaza fatal de esta evolución para la milenaria tradición cultural de Occidente por la desaparición del mundo en que florecía, de las soluciones de continuidad que nos separan más y más de nuestras raíces culturales de las que estamos siendo arrancados. De seguir esta dinámica, como parece inevitable, las tremendas grietas existentes se traducirán en un colosal hundimiento, la desaparición de un continente y de un modo de ser humano. Y todo este mundo perdido, esta Atlántida, será objeto de estudio de especialistas, sin que haya un Platón que lo evoque poéticamente. En virtud de la conciencia de esa amenaza asumieron con decisión sobre sus hombros una tarea titánica, convertir su obra en una gigantesca “arca de Noé” que salvase del diluvio y del olvido, en la medida de sus fuerzas, esa inmensa riqueza acumulada por la historia del hombre, para decirlo en términos actuales, una asombrosa digitalización de imágenes. En ella podemos ver la “nostalgia por un mundo sin historia” (compatible con la historia, como dijimos entre los griegos) la reimaginación de la naturaleza, la irrupción de un tiempo puramente poético, liberado de toda circunstancia cronológica, un modo de relacionarse los humanos sin la violencia económica, la primacía de la palabra, la defensa de la ciudad pequeña, “una cunca redonda en la palma de la mano”, la defensa del barrio y la vecinería, “el diálogo medieval entre los hombres no deturpado por el mercado”, defensa del calendario tradicional, de los ritos escrupulosamente cumplidos, crítica de la ciudad cíclope o de los petroleros gigantescos como avatar actual de Leviatán. En ambos escritores se encuentran textos hermosos y entrañables sobre algo esencial para ellos como es la agricultura y el mundo campesino tradicional. No importa la autoría concreta. Cualquiera de los dos lo firmaría. Es más, es difícil, fuera de contexto, averiguar quién de los dos los escribió. Cito de memoria, sin entrecomillar, frases de los mismos que me habitan: la creación del campo labrado define a Occidente. Necesidad del campo labrado para el ciudadano (¡extensión de los huertos urbanos!), defensa del sabor y variedad de los alimentos naturales y de la historia de las denominaciones, cuyo conocimiento multiplica aquel. Tragedia de la desaparición del mundo campesino y necesidad de un auténtico mundo rural. Desaparición de la producción valiosa y del consumo sano y bueno. Apego a la cocina tradicional… Textos que nos los muestran como los guardianes de la humanidad palpitante mediante la reconstrucción en sus astilleros, por la imagen, de lo fatalmente perdido.

Con relación a Cunqueiro, se impone releer y pensar bajo esta perspectiva los miles de artículos por él escritos, dejando a un lado lecturas tópicas y claramente insuficientes. Constituyen la población de ese “arca de Noé” antes expresada que cuando baje el nivel de las aguas, puede colonizar nuevamente el mundo. Y no solo eso, en el repensar sus textos nos sale al encuentro un profundo pensar, su pensar poético cuyo perfume brota, con frecuencia, de un exiguo frasco de dos o tres palabras.

Por eso son inexplicables, fuera de un triste contexto histórico, las críticas del tipo “encerrado en su torre de marfil” de las que hablamos en la primera parte. Y que fallan groseramente el blanco. Empeñados en salvar la milenaria creación humana, ¿a qué otra tarea más grandiosa podrían dirigir sus esfuerzos? Ellos permanecieron siempre fieles a lo esencial del hombre. Se ha dicho de Lezama que no era un pensador ingenuo. Evidentemente tampoco lo era Cunqueiro. Ni eran unos espíritus franciscanos recreando inocentes y periclitados horizontes humanos. Ni mucho menos pensadores reaccionarios, opuestos al progreso técnico y al avance tecnológico y científico de la civilización. En absoluto. La ciencia y la técnica no están enfrentadas al ser humano armónico, a un mundo humano, a la poética, sino al uso inhumano de las mismas. Contra lo que están ambos poetas, y su obra en un valladar infranqueable, es contra el economicismo delirante y sus falsos cálculos de rentabilidad, contra cualquier utopía técnica y científica que prescinda del ser humano, contra el crecer desaforado y metastásico de la tecnología como un fin en sí mismo y contra todos los desarrollos que ello supone. Están contra un mundo sin poética.

Son muy ilustrativos, con relación a Cunqueiro, y que revelan claramente su pensamiento en este terreno, varios textos del mismo. En el primero critica una noticia de California según la cual se ensayaba la enseñanza por medio de robós que sustituirían a los profesores. Cunqueiro concluye que la sustitución del maestro por máquinas implica la transformación de los alumnos en robós también, con eliminación de la persona del ciclo de la transmisión del saber. “Rechazo cualquier maestro que no pueda ser bautizado”.

En otro artículo, ya de 1960, “La última máquina” de la serie “El imperio secreto”, los gobernantes de este imperio organizan viajes de inspección por los países sujetos a su jurisdicción con el fin de detectar “puntos de podredumbre”. Los inspectores o nuncios son gente ociosa y erudita, gente humana que ama las flores y las sonrisas. Dejan para el final la visita a las grandes concentraciones industriales, concretamente a la Renault de París, cuyos directores soportaban mal las injerencias de los enviados de la cancillería imperial a los que acusaban de incitar a la vagancia, incapacidad científica y miedo a la máquina por su espíritu poético. Los enviados imperiales, ante el sistema de despido de trabajadores por un sistema electrónico, en función de criterios cuantitativos, sin tener en cuenta circunstancia humana alguna, horrorizados envían un informe en virtud del cual la cancillería imperial decreta que la empresa automovilística es un “punto de podredumbre” en el imperio.

Resulta evidente la necesidad absoluta de una fundación poética para la economía y la tecnología, que es otra forma de decir la primacía del ser humano y que no hay rendimiento ni utilidad sostenible de las mismas que prescinda de esa primacía. “La podredumbre” tecnológica es el camino más corto a la catástrofe. Creo firmemente que el diálogo con la técnica por el que se preguntaba Heidegger, tiene su fundamento en la poética, en “la reintegración armoniosa del ser humano” Desde otro punto de vista, y presupuestas siempre la primacía de las necesidades humanas, la ciencia y la poética, aparentemente sitas en ámbitos muy alejados, encuentran frutos abundantes de una recíproca consideración. Un texto cunqueiriano menciona una cosmología de una secta budista según la cual el universo es una tortuga inmensa que flota en las aguas primordiales y de la que la tierra es el caparazón y el sol y la luna los ojos. No son los monjes enemigos de la cosmología y de la astronomía científicas, pero creen que son una apariencia, formas soñadas, en la medida que el cosmos existe por ser soñado. “Todos nos soñamos los unos a los otros”. Por ello están dispuestos al estudio simultáneo de ambas cosmologías. La moraleja es que de la ciencia fluyen imágenes a la poética y recíprocamente. Las respectivas visiones, traducidas al correspondiente lenguaje científico o poético son de imprescindible fecundidad.

Finalizo este apartado de la relación de la poética con la ciencia y la técnica con el ejemplo de la geografía. No resta un ápice de cientificidad a ésta, la gravitación sobre la misma de la geografía sagrada, es decir, imantada por la imagen. Los linderos geopolíticos de Europa se ven iluminados (y brotan profundas intuiciones) por el norte hiperbóreo y el sur etíope, el oeste de las Hespérides o el este de la Cólquide o la India.

O si nos inclinamos sobre el origen de los pueblos precolombinos, nos conmoverá la mitología de sus migraciones, de los mundos que han ascendido y de sus lugares de emergencia. Cada lugar de la geografía terrestre está dominado por una imagen. En la visión de esta geografía sagrada descansa la imprescindibilidad del viaje, no ya necesariamente real sino la ganancia de una situación desde la que es posible el contemplar. Más adelante hablaremos de ese saber ver de Cunqueiro y de Lezama. Digamos aquí que ven desde un íntimo habitar una tradición humana milenaria, una visión, lo mencionamos en la primera parte, que nada tiene que ver con el movimiento (la inmovilidad del viajero). La profundidad y multiplicidad de las raíces de esa habitación, de la fundamentación de su casa, se nos revela constantemente en sus textos. De ellos resulta la nostalgia por una totalidad irrepetible, y por ello de un valor que supera toda medida y que se halla en trance de desaparición, la desaparición de un modo milenario de ser humano sin que lo que lo sustituya, sea lo que sea, compense la pérdida y, lo que es peor, el olvido de lo perdido que se traduce en la angustia difusa de la ausencia. Ausencia de fundamento del vacío que ocupa el lugar de lo perdido y olvidado. Y sobre todo, de esa totalidad, de ese mundo que se aleja, formaba parte una presencia decisiva que lo conformaba y coloreaba, la presencia de la muerte. La muerte formó siempre parte de la vida cotidiana de Occidente, de nuestro, de mi mundo. En las amplias familias de antes, la muerte, como constitutiva posibilidad de la vida de los parientes reunidos, era una presencia natural. Y los difuntos gravitaban en las longevas habitaciones familiares que habitaron. Las escenas en el recuerdo son estampas de reuniones de vidas en movimiento y de vidas yacentes con el fuego al fondo del hogar siempre encendido. Esa presencia de los difuntos es constante en los textos de Cunqueiro, en la ciudad cunqueiriana donde, con naturalidad, son un ciudadano más. En Lezama, golpeado (cuando niño) por la muy temprana pérdida de su padre, la muerte no se presenta con esa naturalidad cunqueiriana, su presencia es sombra melancólica, una grieta. Se nos adelanta la escena que narra Lezama en “Paradiso” de la cena familiar preparada por doña Angustia quién sabe que en toda reunión de efímeros es necesario tener dispuesto un plato y unos cubiertos para la muerte que está siempre invitada. Todo se lo debe a este invitado el “hechizamiento de las pequeñas cosas”. Por eso será siempre ridícula la ambición delirante de algunos maestros de cocina de ostentar la condición de artista, deformando con esfuerzo su estatura de honrada y tradicional artesanía con los zancos de la tecnología y de la ciencia nutritiva, muy en el horizonte de nuestra época. Con esa evolución científica de la cocina, con sus cátedras y centros superiores culinarios, han cortado las raíces culturales de la alimentación humana y la han convertido en otra cosa, en su nueva residencia técnica y químiconutritiva. En su mesa gastronómica han olvidado que a la puerta llamará la muerte, metáfora perfecta de cualquier cordialidad humana reunida.

Por ello, hablar de un Cunqueiro, “escritor gastronómico”, como una de sus facetas, es una de tantas insuficiencias de una crítica apresurada y tópica, ajena al complejo mundo cultural al que perfuman y dan sabor “los hechizamientos de las pequeñas cosas” enraizadas en milenios de amalgama mineral con la muerte y la melancolía. Y así, cualquier texto lezamiano o cunqueiriano relativo a los alimentos y a su preparación es indisociable de profundos contextos culturales, de situaciones de convivencia familiar o social decisivas para el hombre. Y siempre en la fiesta del lenguaje, en la luminosa explosión de la metáfora.

Y recordemos que la palabra “saber”, y Lezama y Cunqueiro sabían, eran sabios por su capacidad de visión (más allá del dominio de ciencias o técnicas particulares) que les permitía detener “la flecha camino del horizonte” y descomponer su vuelo, procede del latín “sapio” que en principio se refería al gusto de las cosas, luego al hombre de gusto, finalmente al que sabe, cuya casa “rodean campesinos y oficios dichosos” (Lezama). Contexto que nos hace presente el optimismo de ambos escritores, un optimismo hondo, no obstante la presencia constante de la muerte en su obra (con una gran variedad de ropajes en Cunqueiro) y del perfume del sahumerio de la melancolía, optimismo que es consustancial al habitar en el paraíso de la imagen. De la imagen como dadora de sentido a la muerte o, lo que es lo mismo, a la vida. De su ser soteriológico hablaremos en las partes tercer y cuarta de este ensayo. Ahora solo diremos que frente a los laberintos borgianos, se alza la obsesión de Lezama por derribar los muros que segmentan el pensamiento del hombre. Y Cunqueiro, que reconoce al laberinto como lugar de instalación humana, serie de encrucijadas de las que es preciso salir. Pero no se sale en camino recto, a través de encrucijadas interminables, sino por la imagen que aniquila los laberintos, y para la que un camino es todos los caminos, una dirección conduce a todas las direcciones, toda puerta de entrada es una salida. Y ello en virtud de la flecha de la metáfora que, instantáneamente, sin la fatiga de la luz, salva la distancia del horizonte elegido.

Pero para eso es necesario saber ver. Y por saber ver, repito, son sabios Cunqueiro y Lezama. Con referencia a Walter Scott, escribió Cunqueiro, “todo lo que ha sido visto es verdad. Y si W. Scott vio aquellos países y siglos, aquellas damas y aquellos paladines, aquellas flores y aquellas aves, Scott vio y los otros no”. Para W. Scott lo más remoto de lo por él tratado era actualidad. Y, muchas veces, cuando cruza un gran personaje generoso, capaz de hablar con los vivos y los muertos y de dar la vida por un sueño, ¿no es W. Scott quien cruza? ¿No es Cunqueiro o Lezama quien cruza? Y para ver (Lezama) “se necesita la tensión de la oreja alzada del gamo”, la atención más exquisita, aquella que pedía Nietzsche en “also sprach Zarathustra” “O Mensch! Gib acht! Was spricht die tief Mitternacht? Die Welt ist tief und tiefer als der Tag gedacht” (¡hombre presta atención! ¿Qué dice la profunda medianoche? El mundo es profundo, más profundo que lo que el día piensa). Solo con esa tensa atención se puede contemplar lo invisible, es decir, hacer visible la posibilidad de una relación inexistente hasta que la crea el impacto de la flecha en la línea del horizonte. La nueva imagen nos golpea entonces con su necesidad como la vida nueva que nos mira con sus ojos recién nacidos. Cópula metafórica y cópula biológica tienen un efecto semejante: producen un nacimiento, la imagen en un caso y en el otro un ser viviente. Pero ambos nacidos son inseparables, la imagen habita en el carcaj de ese ser viviente con inexorable destino de arquero que permanentemente apunta al blanco. Pero la imagen, como veremos más adelante, es un “peligroso destino” y desde su habitar el paraíso del texto desenvuelve y estira sus anillos de ofidio para alcanzar la realidad física, cotidiana del arquero. Como el jaguar, la imagen no puede ser domesticada.

Escribió Lezama que la carta oscura que entrega la metáfora abre un espacio hechizado. Pero el lugar de entrega, “la línea del horizonte” lo precisan esa atención, ese saber ver: “un sonido, un rostro, una voz o un verbo será suficiente para movilizar un universo que no tardará en manifestarse por medio de la palabra y la imagen” (Iván G. Cruz). “Licario estaba siempre en sobre aviso de las frases que buscan hechos, dueños o sombras… parecen reclamar… una giba o un caracol que las haría sonreír… su aparición de irrupción o fraccionamiento… si oía decir “qué me importa, yo no lo he buscado” lo oía tan aislado y suficiente en su islote, luciendo un orgullo de luciferino rechazo…”

Ese saber ver la profundidad de un mundo, incluidas las grietas y líneas de fractura, nos muestra su irrepetibilidad. Recordemos las hermosísimas palabras de Cunqueiro sobre el mundo de los hombres (en torno a la posibilidad de otros mundos habitados): “¿Por quién? ¿Por el hombre, la mujer, el niño, el caballo, el pantrigo, la paloma, la columna dórica, la rosa, la porcelana china, el vino blanco o tinto, el sifón, los relojes, las lenguas neolatinas, Romeo y Julieta, la salsa mahonesa, las películas de Greta Garbo, una mañana de lluvia, el olor a membrillo, el perro, el vendaval, papeles a tres tintas, retrato de una dama veneciana desconocida?” “Y probablemente nadie responderá (o sabrá responder, añado) a un humano que llegue y diga alegre, ¡buenos días! ¡Vaya mañana de mayo más hermosa!”

O las no menos hermosísimas palabras de Cunqueiro sobre las habitaciones gallegas de esa casa del hombre que se cuartea: “desaparición de las cocinas terrenas, de las lareiras, no se cuece pan en los hornos familiares, las mujeres no amasan la harina de trigo en la artesa. ¿Dónde las benditas almas del purgatorio, las tertulias en la cocina, las tabernas? Y sobre la singularidad del mobiliario de estas estancias gallegas, “las posibilidades de que haya, en la inconcebible pluralidad de las galaxias un astro en el que pueda repetirse la vida, con las formas pasadas, presentes y futuras que ha tenido, tiene y tendrá en la Tierra, son prácticamente nulas. Si hay vida en otros astros será otra cosa, pero no la combinación del abedul y la paloma torcaz, la rosa y la viña, el ciervo y el trigal, la mujer y el aceite, la muchacha que sueña y la música del violín, el niño que aprende el alfabeto y el alfarero que en la rueda hace el vaso”. “Nada volverá a repetirse” asiente Lezama. “Ninguna combinación infinita repetirá una cifra finita, todo está dispuesto para un nacimiento, no para una repetición”. Y el mismo Lezama, en un texto inolvidable, nos muestra también su casa de poeta, llena de luces para la oscuridad que acecha hoy al hombre: “una antigua leyenda de la India nos recuerda la existencia de un río, cuya afluencia no se puede precisar. Al final su caudal se vuelve circular y comienza a hervir. Una desmesurada confusión se observa en su acarreo, desemejanzas, chaturas concurren con diamantinas simetrías y con coincidentes ternuras. Es el Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo y de aproximaciones. Sin embargo, es el río que va hasta las puertas del paraíso. En los reflejos de sus ondas desfilan el vestíbulo del farero, el árbol de coral, la cadena del ojo del tigre, el Ganges celeste, la terraza de Malaquita, el infierno de las lanzas y el reposo del perfecto. La incesante contemplación va entregando su dualismo, la aventura del análogo y las parejas que se retiran a sus isletas. Un árbol frente a unos ojos, un árbol de coral frente al ojo del tigre, las lanzas frente a la terraza, después las lanzas infernales frente a la terraza de Malaquita”.

Ambos poetas, por el recurso de la enumeración, con sus anillos de parejas y oposiciones, nos muestran la vida y la cultura milenarias del hombre. Recurso éste de la cadena enumerativa muy productivo en una variedad de familias lingüísticas, en las que la designación léxica de un conjunto se efectúa por la yuxtaposición de dos de sus elementos. La enumeración abierta, que puede ser sustituida por una pluralidad infinita de otras enumeraciones en el plano paradigmático, nos abre en la extensión los ojos de Argos y hace que nos broten “orejas de Gamo”. La enumeración es en la poética lo que la definición es en la crítica escolástica. “Toda definición es un conjuro negativo” (Lezama). “Definir es cenizar”. El estudio de las cenizas corresponde a la “crítica forense” (Borges). Pero aquí habitamos “el libre albedrío de la imagen” donde no es posible definición alguna. Solo contados críticos alcanzan la altura de la imagen que nos golpea huracanada. Y recuerdo vi, conmocionado, la imagen que arrojó un genio desconocido, “una luna roja y tumefacta, como el escupitajo de un titán tuberculoso”.

Para concluir esta segunda parte y parafraseando a Lezama. Durante milenios la humanidad creyó en el Paraíso, en la ciudad paradisíaca. Y en el fondo de todo ser humano, no obstante el triunfo de la racionalidad, sigue vivo el anhelo del tiempo reversible, del viaje en el tiempo, la comunicación del mundo con el paraíso, la posibilidad de apariciones o milagros, las poderosas metáforas de las puertas. El dominio de lo causal-histórico y del progreso tecnológico, apenas velan esa dimensión arcaica, constitutiva del ser humano, esa exigencia de aniquilar la distancia de lo heterogéneo en la unidad de la imagen, donde florece la posibilidad de creación infinita.

Cunqueiro y Lezama, desde el mundo tradicional del hombre, bebido hasta la ebriedad, plenamente conscientes de su progresivo hundimiento en las aguas del progreso técnico-científico, saben cómo salvar del naufragio esa nostalgia humana de una antigua armonía, saben que es en la imagen donde reside la compensación de la pérdida y la satisfacción de esa nostalgia. Y el paraíso de la imagen se halla en el texto paradisíaco “El centro del paraíso es la novela” (Lezama). Ahí lo heterogéneo se vuelve apariencia, vestido transitorio de la unidad paradisíaca donde es posible la afirmación de algo y su contrario, donde hay puertas aunque no haya caminos, donde “Licario sabía que no había secretos pero había que buscarlos” o (Cunqueiro) “hay secretos y hay que buscarlos. Pero también nos encuentran” pues “los tesoros quieren ser encontrados y gastados”.

Cunqueiro y Lezama: efímeros dichosos que apresaron el movimiento como imagen en sus textos paradisíacos. No dichosos a pesar de efímeros, sino por serlo. La condición de efímero del hombre es el presupuesto de su vocación de arquero de la metáfora que en el transcurso de una vida mortal le otorga el poder infinito de crear un universo y de dibujar en él las órbitas de esa vida bajo la luz llameante de la imagen. Una inmortalidad “del pueblo que marcha sobre la tierra” lo despojaría de esa esencial vocación de arquero que surge de una carencia original, ni habría lugar para la añoranza del paraíso ni a su creación en el texto por la imagen.

Cunqueiro y Lezama, en sus paraísos respectivos, se me aparecen como evangelistas, evangelistas de la buena nueva de que es posible “la ingenuidad de habitar un nuevo paraíso”, de que cada humano, en la inmortalidad de la imagen, puede salvaguardarlo todo, a los vivos y a los muertos, a sus geografías y a sus tiempos y a las cosas que los amueblan, que la parábola de su flecha llega a todo horizonte imaginable. Sí, creo firmemente que los textos esenciales de Cunqueiro y de Lezama exigen ser leídos como evangelios de salvación para los efímeros, evangelios de nuestra armoniosa reintegración en la imagen.

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