Mientras bebo un café enriquecido con un poco de brandi, un café “corretto” según la justa expresión italiana, veo la hermosa caja de música que vino a mí desde el siglo XIX a través de las generaciones familiares. Vuelan lentamente las notas de rigodones, polcas y habaneras aunque es claramente audible un leve chirrido metálico de fatiga. Los años también pasan para los cuerpos mecánicos, de repente recuerdo un fragmento de Novalis: “Jeder geliebte gegenstand ist der mittelpunkt einer paradise” (en todo objeto amado se encuentra el centro de un paraíso). Este paraíso lo recuerdo claro cuando lo habitaba niño, bajo los ojos brillantes de mi madre. Pero ya entonces la música de esta caja me llenaba de melancolía, me impulsaba a un gran río que arrastraba épocas y horizontes diferentes, rostros, sonrisas y lamentos que conformaron escenas vivas, hacia el olvido, incluso mi propio mundo era golpeado por el agua caudalosa. Tenía yo tres tías que en la guerra francoprusiana eran jóvenes de unos veinte años. Lúcidas y con toda su memoria, sus relatos me hicieron vivir unos tiempos muy anteriores. Fácilmente imaginaba la vida cotidiana de épocas pasadas con sus horizontes irrepetibles, las veía como escenas teatrales sustituidas “fatal y babilónicamente” por otras, siempre así, precipitándose, silenciosas o alborotadas por la cascada de la nada. Creo que la melancolía, serena melancolía es el estado de ánimo propio del humano que presta atención, y, también, que es deber sagrado de la especie recordar, alzar una arquitectura, puede ser de fragmentos, pero vivos, por los que circule la sangre, una geografía coloreada en la que florezcan los hermosos rostros que fueron, y ese deber incumbe a todos, y no solo y en primer lugar, a sabios, artistas, escritores y poetas.-
Recordar, por supuesto, no tiene nada que ver con la actual obsesión de archivar y de fotografiar, vocación y trabajo de sepultureros.-