JUNIO, 29

Visita a la catedral de Orense. Siempre observo con interés creciente cuando entro en las sombras de una catedral el sueño profundo de las figuras yacentes de prelados u otros religiosos o de personajes de la sociedad de su tiempo que cubren sus sarcófagos de piedra dispuestos en los muros de las naves o de las capillas y las lápidas que resumen los altos hechos, la dignidad de los oficios o la noble familia del difunto, hoy, en la mayoría de los casos, solo información para eruditos locales.-

            Con que fe todos ellos cerraron sus párpados, pensando despertar en el paraíso. Resulta difícil imaginar la absoluta evidencia que ofrecía esa fe. Nunca se verán decepcionados pues su pétreo sueño no podrá ser destruido más que a golpes de martillo.-

            Me dirijo a los primeros bancos de la nave central, casi bajo la cúpula. Abrazo con la mirada la total arquitectura y, cada vez, la misma sensación, la de hallarme en el interior de algo inexplicable, no solo entonces, en la sociedad medieval, con la tecnología de su tiempo, sino incluso hoy, una maquinaria estelar, una nave que ha llegado de un largo viaje y ocupa un terreno abierto en el centro de la población. Inmediatamente será un templo para la incomprensión de las gentes que a lo largo de los siglos colonizan el espacio sagrado con tumbas, altares barrocos y verbenas de santos. Pero hoy ha llegado el día y me cabe la suerte feliz de presenciarlo. Las galerías que ciñen el interior del cimborrio se llenan de extrañas sombras que acarician placas y botones de piedra. Los vitrales se llenan de luz, sus rayos multicolores todo lo inundan, paredes, columnas, arcos, techumbre vibran suavemente al principio, después con mayor energía. El rosetón gira con potencia, de él brota una claridad inmensa, como un sol de mediodía. La piedra se agita, quiere romper las raíces seculares que la unen a la tierra, pero la fuerza de ésta parece resistir. Nada, sin embargo, puede ser obstáculo al vuelo de la piedra, en auxilio de la luz viene la música, música celeste que el órgano vierte generoso. La vibración aumenta, me pregunto si serán música y luz el combustible de la piedra. Finalmente la tierra renuncia y la catedral, vacilante, se alza en el aire. La hojarasca de los retablos barrocos, cruces y estatuaria religiosa, objetos del culto, púlpitos y confesionarios se derrumban y caen al pavimento, multiplicados en polvo y en fragmentos y una luminosa hermosura se ofrece desnuda.-

            Ya está la nave en la más profunda lejanía y se dirige, cumplida su finalidad, al mundo de su origen, a la amistad de las estrellas, y yo voy dentro o, vuelto silencio de piedra, en piadosa actitud de anhelar el cielo.-

            Finalizo en el pórtico de la gloria de la catedral. Una teología de piedra que dice la verdad de los espíritus de quienes lo alzaron, sin espacio para la corrosión de la duda. Esa fe veía en los órdenes y rangos verticales de las puertas sublunares el reflejo del orden celestial en el que reina el Pantocrátor.-

            Este pensamiento de correspondencia entre las esferas terrestre y cósmica es habitual fundamento en las más diversas culturas. Ciñéndonos a Roma, pensemos en el descenso del templo y en el ascenso del firmamento o en el Dios Terminus que garantizaba los términos o mojones de los propietarios rurales latinos, mojones que traducían límites geográficos de los cielos superiores. Por ello quien alteraba la disposición de un mojón alteraba límites divinos y sufría una terrible sanción, la de ser declarado “sacer esto”, es decir, consagrado a los dioses infernales, lo que implicaba que cualquiera podía ejecutarlo sin reproche penal o jurídico. Cuantas veces me ha llevado esto a pensar en los campesinos gallegos, en su frívola facilidad para remover los “marcos”, cuantos serían “sacer” y el número de los sacrificados al inframundo.-

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