Dos pensamientos de Novalis.
1.- Poesie ist das echt absolut reelle je poetischer, je wahrer, (la poesía es lo real de un modo auténtico y absoluto cuanto más poética, más verdadera). Mejor pensar poético, la poesía es una de las formas de cristalización del mismo, aunque, por ligereza de la expresión digamos poesía.
Es obvio que el valor de verdad de la poesía no tiene nada que ver con la verdad científica. La verdad poética es la profundidad del horizonte al que se ve arrojada la existencia individual después de su encuentro con ella. La verdad poética siempre se relaciona con una existencia concreta, a la que conmueve en sus fundamentos y desarraiga de lo habitual. Con mayor violencia cuanto más poderosa su visión, una visión que golpea la existencia y le hace habitar en éste, otros mundos que desvela. La verdad poética es un mostrar. En griego antiguo “Alicia” (Alezeia) significa verdad. “Lazein” es estar oculto. Lo que está oculto se olvida (Lanzánome) la verdad es entonces lo que no se oculta, lo que está presente y por ello no susceptible de olvido. Así la poesía aparta los velos de lo oculto y olvidado. “Ven y asómate a la puerta que se hallaba escondida por la negligencia de la costumbre y del abandono”, te dice, “contempla la hermosura de un mundo que solo a ti te pertenece pues única es también tu visión de lo oculto en el abrazo de lo poético, no hay otra igual.
El canto de los poetas (compositores y músicos de la poesía) se alza como la sinfonía de una orquesta. Ese canto abre lo cerrado de nuestro mundo y multiplica los caminos que vuelven transitables los paisajes develados.
2.- Aufhebung des Unterschieds zwischen Leben und Tod (cancelación de la distinción entre la vida y muerte).
Hay una tendencia humana muy fuerte a considerar la muerte en positivo, a otorgarle consistencia como algo exterior a nosotros, ajeno a nuestra vida, que desde fuera la amenaza. Incluso a imaginarla como un agente dotado de conciencia y voluntad, obediente a un mandato o necesidad superior con el cual, aunque inflexible, es posible el diálogo. La historia del arte, de la literatura o del cine lo muestra con claridad. El fundamento de esta actitud es obviamente psicológico, la búsqueda de una esperanza. Si la muerte viene y nos ve, si el resultado inevitable del encuentro no impide la conversación, algo se afirma tras la muerte, una luz de alba ilumina la posibilidad de un persistir de la sustancia individual, hay un lugar legítimo para la esperanza. Tenemos entonces la máxima distinción posible entre vida y muerte.
Pero si dejamos la imaginación y la fantasía y la belleza de sus obras en su terreno natural, el arte, advertimos que no hay un solo elemento positivo atribuible a la muerte, independientemente de la vida. Al hablar de muerte tenemos que distinguir dos significados: uno es banal: un accidente, una bala nos siega abruptamente la vida. O en el curso de una enfermedad llega el momento final en que perdemos la consciencia antes de morir. Lo que queda visible para los demás es un cadáver (cosa mueble de naturaleza especial, según definen los juristas, materia inanimada en trance de descomposición. Este cadáver del que está ausente el yo preocupado no nos interesa.
El otro significado es el importante, el decisivo: El viejo “todos los hombres son mortales”, el saber sobre la certeza del morir, sobre la naturaleza finita de la vida. Moriremos aunque no sabemos cuándo. Siendo la vida estructuralmente mortal, vida y muerte coinciden moriremos por el hecho de ser seres vivientes. La definición del ser viviente como mortal es la definición de la vida como el conjunto de los seres vivientes. No hay exterioridad alguna de la muerte, salvo la muerte como resultado, donde justamente no hay vida.
Pero es este saber de muerte de los humanos, de que inevitablemente los organismos de nuestro cuerpo desarrollarán procesos de enfermedad que aniquilarán nuestra vida, de nuestra ausencia de un futuro que continuará sin nosotros, extinguidos aquí y ahora con la transformación más radical que se puede pensar para una persona, la trasformación en cadáver, es este saber lo que nos ocupa y preocupa y nos angustia. Y también fuente de tanta belleza en la historia de la civilización, determinada decisivamente por aquel – pero esta ocupación con la certeza de morir y la angustia que origina dicha certeza tiene lugar en el ámbito de la vida, nos preocupa y angustia la vida tal como es, mortal, no es que la mortalidad amenace una vida indefinida desde la exterioridad. Esta posibilidad sería realmente angustiosa. Por el contrario produce consuelo y tranquilidad pensar que la vida es así, mortal y que preocuparse por la normalidad de la existencia es como preocuparse porque no hay elefantes sin trompa o porque estamos obligados a procesos de digestión.
La preocupación por morir se resuelve en la preocupación por vivir que implica la exigencia de estar a la altura de una vida única o, si se quiere, a la altura de la posibilidad de morir.
Exigencia ética y estética de ser dignos de vivir la vida en la que aparecimos contra toda probabilidad y a la que paulatinamente se abrió nuestra conciencia y, por ello, exigencia ética y estética de borrar la angustia del morir y de aceptar, con serenidad y sin reservas, la ausencia, lo cual solo es posible si convertimos nuestra vida en una melodía que, como toda melodía, exige un fin, en el que durante un instante, vibra el silencio.
Hace dos mil quinientos años escribió Anaxágoras (fragmento 21) “es difícil, mientras uno vive, tener una estatua de Kuros. Hay muchas razones para ello pero la decisiva, es que solo después de la muerte es posible la erección de una estatua al Kuros, al guerrero, que evidencie la autenticidad de su vida por el cabal ejercicio de la cátedra de morir que es el ejercicio de vivir.
1) “Graves y eternas son las hondas trivialidades de … morir (Borges). Después de escribir las líneas anteriores y que completan otras de este diario, leo un poema de Kavafis, mejor dicho, una relectura de algo olvidado. En “El dios abandona a Antonio” se encuentran los siguientes versos que traduzco del neogriego: “Cuando de repente en la media noche oigas el cortejo invisible que pasa … no te lamentes sin esperanza, como un valiente, escucha con emoción, último placer, los acordes .. y despídete de la Alejandría que pierdes”.
En el poema vemos la inminencia del morir como el final de la melodía de la vida, los últimos acordes, grandiosos, a la altura de lo que desaparece, “la Alejandría que pierdes”. No hay lugar para el miedo ni para la lamentación, indignos de la melodía de la vida, sino escuchar con redoblada atención, con emoción, este último goce que nos es dado. Este atento y conmovido escuchar no implica la desaparición de la inquietud que nos elaboró con barro. Según el mito que dice que los dioses nos entregaron a ella mientras vivamos, la inquietud es propia de los seres que tienen conciencia del reloj de su corazón. Al escuchar, como a cualquier actividad humana, pertenece el “ocuparse con” y la preocupación (griego “epimelia” alemán “Sorge” latín “cura”). En el amor, ante los estrellas de la noche, al pensar … sentimos goce e inquietud. También con la muerte. Y emoción. Una profunda emoción cuando antes de cerrar los ojos vemos Alejandría por última vez. Pero el miedo y la lamentación nos ensordecen y nos hacen perder la última belleza, el último placer. El miedo es antinatural, no es propio del barro, al que solo corresponde el agradecimiento. Como también son inhumanas las doctrinas que defienden la ataraxia, la total indiferencia y ausencia de emociones. Aunque se acote la actitud ante la muerte, es situarse, y es imposible, fuera de la vida.
En cuanto a la lamentación, “La lamentación sin esperanza” (Kavafis) si bien es un sinsentido para el que se asoma a su final, posee pleno significado ante la muerte ajena en general y de los que uno ama, en particular. Sufrimiento ante la ausencia que ensombrece nuestra particular Alejandría. Hasta los caballos inmortales de Aquiles, que no conocen la vejez ni la muerte, se conmueven ante el cuerpo sin vida de Patroclo, sacuden la cabeza, agitan las crines y golpean la tierra con sus herraduras, que suena como tambor fúnebre. Con emoción y belleza lo recuerda Kavafis.
Tan solo pidámosle a ese sufrimiento que sea fértil para la vida, que no se consuma en la amarga esterilidad.