En un reciente viaje a Italia, por razones familiares, estuve en Isernia, Molise, tierra en la antigüedad de los Oscos. Allí me mostraron una fuente en la que, según la tradición, se lavó las manos Poncio Pilatos. También lavé yo las mías e incluso el rostro, para evidenciar mi falta de culpa en el derrame de la sangre de Jesús y en su causa remota, el pecado original, que no sé en qué consiste, profundo misterio cristiano, pero que prefiero llamar la alegría o la fiesta original, con agradecimiento hondo a nuestros primeros padres. Creo que el Padre al enviar a su hijo, se equivocó de planeta con su innecesario y complicado plan. Aquí tenemos unos dioses como los griegos, hermosos, brillantes, expertos músicos con la flauta algunos, y todos curiosos de los humanos y que descendían a la Tierra por el deseo de los bellos cuerpos de los jóvenes, tendidos en la orilla de los ríos, cubiertos de mil espejos de agua. En verdad, que inutilidad de sangre y de tristeza.
Al finalizar el recorrido por la ciudad, sumergí nuevamente las manos en el agua, esta vez con una finalidad genérica de purificación para el ágape ofrecido por los parientes itálicos.
No olvidé una invocación a San Poncio Pilatos, santo según una respetable leyenda, el cual en el momento de ser decapitado por el poder romano, escuchó la promesa divina del paraíso. Invocación dirigida a mantenerme libre de cualquier tentación de intervenir en asuntos extravagantes de mi competencia. Ya lo dijo para siempre el Arcipreste de Hita: “Responder do no llaman es vanidad probada”.