En el proceso nunca acabado de estudio y aprendizaje de los frutos de la historia cultural de la humanidad o, para ser más modestos y realistas, del plato que preparamos con una pequeña porción de los mismos, tienen lugar momentos maravillosos que no se olvidan jamás, especialmente en los primeros años de nuestra juventud cuando en la tableta virgen las impresiones son más poderosas. Recordaré aquí dos encuentros, con efectos irreversibles en mis orientaciones y aficiones. Como es natural, al madurar, en el curso de la vida hubo descubrimientos más hondos y transcendentes pero las primeras emociones son inolvidables, como los colores de la primera película infantil.
Muchacho de doce o trece años, el primer amor fue el alfabeto del griego antiguo. Estudiaba por libre el bachillerato en el seminario de Mondoñedo, nido de sabios profesores de lenguas bíblicas. En aquellos primeros años cincuenta del pasado siglo, en los años duros del franquismo, en el desierto cultural de la ciudad sólo florecía el oasis de la biblioteca paterna. Y en el viejo edificio de Santa Catalina, como en los monasterios medievales, crecían las plantaciones de antiguas semillas, de latín, griego, hebreo, arameo. Había incluso un canónigo estudioso del ruso. Mi aprovechamiento en los estudios y el atractivo silencio de las aulas me hicieron pensar, animado por los profesores, en la posibilidad de seguir los estudios para la ordenación sacerdotal. La fe en aquella edad temprana no se cuestionaba, se vivía en la práctica de sus ritos sin pensarla y los pecados, monopolizados por la lujuria, no constituían un problema pues la confesión semanal dejaba limpia y reluciente la conciencia. Sin embargo, la vocación sacerdotal naciente derrapó cuando llegó a la ciudad un teatro de variedades al que nos autorizaron asistir. Ya se comprende la inocencia del espectáculo, la cubierta de un barco con una tripulación femenina como número principal. Las marineras, con breve pantaloncito, a la voz de mando del capitán, alzaban alternativamente las piernas, dejando al descubierto geografías nunca exploradas por mis ojos de niño. Comprendí entonces que sin esas tijeras de carne iba a tener las cosas muy difíciles en el futuro. La eventual vocación sagrada fue borrada de raíz, a pesar de tener presentes ciertas conversaciones de los mayores en voz baja pero no con la suficiente discreción para nuestra malicia y de las que se deducía la existencia de piadosos y sabios hombres de Dios que se permitían un cambio de horizonte con su ama de llaves y, en consecuencia, la posible armonización de dos mundos. Descubrí el alfabeto griego, decía, con emoción, maravillado de que las palabras se pudieran escribir con otras letras. Alfas y omegas, lambdas y betas eran para mí como piedras preciosas. En el futuro habría de estudiar sistemas de escritura mucho más complicados pero aquellas sensaciones de descubrir las indias no la volví a tener nunca. Ahí nació una afición mía a escribir notas y observaciones provisionales en alfabetos y silabarios con toda clase de complicados complementos, en continua evolución y que, ahora, pasados los años y olvidadas parcialmente las claves que imaginara me cuesta descifrar.
Por las mismas fechas tropecé con la lengua rusa. A pesar de la precocidad del encuentro no he avanzado en ella demasiado a lo largo de los años, fuera de un ruso de bazar y de traducción con textos bilingües y fatigando el diccionario. Había en Mondoñedo un sastre pequeño, delgado, con bigotillo de funcionario franquista y gay “avant la lettre” si bien casado y con hijos. Era el encargado de elaboración de nuestros pantalones cortos para la pandilla de pilletes que éramos entonces. Y en su trabajo era muy concienzudo. No sólo se preocupaba de las dimensiones exteriores de longitud y anchura de la tela, si no también que la presión de ésta no perjudicase la ternura de la piel de nuestras partes pudendas o para decirlo en griego “aidoia”. Defendía con celo la comodidad exterior e interior de los pantalones y afirmaba que “el aparato viril debe respirar con amplitud y sentirse cómodo” y para la necesaria comprobación introducía con delicadeza por la pernera unos dedos que evaluaban con discreción el cumplimiento de las exigencias de la teoría. Conteníamos con dificultad la risa que luego estallaba libremente ya en la calle donde burlábamos el tecleo de la mano del alfayate, discreto pero implacable en su misión.
Pues bien, el tal sastre había estado en la división azul y de allí había traído una gramática elemental rusa, redactada en español y que me regaló, al ver mi interés y quizá agradecido por el respeto a sus técnicas artesanas. Hoy, sesenta y cinco años después, recuerdo su bella portada: un cielo azul pálido, un paisaje implacablemente nevado recorrido por un trineo cuyas riendas gobernaba una hermosísima joven, envuelta en pieles y que azuzaba a los perros con alguna interjección que no recuerdo. En la primera lección, memorizado el cirílico, había una serie de frases sencillas en las que predominaban los sonidos U y YU. No sé la razón, siempre fue la vocal U de mi máximo agrado. Con aquellas primeras lecciones me sentí envuelto en una bandada de úes que sobrevolaba extensiones nevadas sin límite en las que florecían hermosuras de largas trenzas rubias y ojos de aguamarina, aunque, habituado desde la infancia exclusivamente a las mujeres de la tribu, mi belleza preferida ha sido siempre la española en general y la gallega en particular.
Después, convertido en ciudadano de bibliópolis, las amistades con libros y saberes han sido abundantes: pero la luz que, a través del tiempo, llega de aquellos momentos iniciales, me ilumina y acaricia cálida.