AGOSTO, 25

En el proceso nunca acabado de estudio y aprendizaje de los frutos de la historia cultural de la humanidad o, para ser más modestos y realistas, del plato que preparamos con una pequeña porción de los mismos, tienen lugar momentos maravillosos que no se olvidan jamás, especialmente en los primeros años de nuestra juventud cuando en la tableta virgen las impresiones son más poderosas. Recordaré aquí dos encuentros, con efectos irreversibles en mis orientaciones y aficiones. Como es natural, al madurar, en el curso de la vida hubo descubrimientos más hondos y transcendentes pero las primeras emociones son inolvidables, como los colores de la primera película infantil.
Muchacho de doce o trece años, el primer amor fue el alfabeto del griego antiguo. Estudiaba por libre el bachillerato en el seminario de Mondoñedo, nido de sabios profesores de lenguas bíblicas. En aquellos primeros años cincuenta del pasado siglo, en los años duros del franquismo, en el desierto cultural de la ciudad sólo florecía el oasis de la biblioteca paterna. Y en el viejo edificio de Santa Catalina, como en los monasterios medievales, crecían las plantaciones de antiguas semillas, de latín, griego, hebreo, arameo. Había incluso un canónigo estudioso del ruso. Mi aprovechamiento en los estudios y el atractivo silencio de las aulas me hicieron pensar, animado por los profesores, en la posibilidad de seguir los estudios para la ordenación sacerdotal. La fe en aquella edad temprana no se cuestionaba, se vivía en la práctica de sus ritos sin pensarla y los pecados, monopolizados por la lujuria, no constituían un problema pues la confesión semanal dejaba limpia y reluciente la conciencia. Sin embargo, la vocación sacerdotal naciente derrapó cuando llegó a la ciudad un teatro de variedades al que nos autorizaron asistir. Ya se comprende la inocencia del espectáculo, la cubierta de un barco con una tripulación femenina como número principal. Las marineras, con breve pantaloncito, a la voz de mando del capitán, alzaban alternativamente las piernas, dejando al descubierto geografías nunca exploradas por mis ojos de niño. Comprendí entonces que sin esas tijeras de carne iba a tener las cosas muy difíciles en el futuro. La eventual vocación sagrada fue borrada de raíz, a pesar de tener presentes ciertas conversaciones de los mayores en voz baja pero no con la suficiente discreción para nuestra malicia y de las que se deducía la existencia de piadosos y sabios hombres de Dios que se permitían un cambio de horizonte con su ama de llaves y, en consecuencia, la posible armonización de dos mundos. Descubrí el alfabeto griego, decía, con emoción, maravillado de que las palabras se pudieran escribir con otras letras. Alfas y omegas, lambdas y betas eran para mí como piedras preciosas. En el futuro habría de estudiar sistemas de escritura mucho más complicados pero aquellas sensaciones de descubrir las indias no la volví a tener nunca. Ahí nació una afición mía a escribir notas y observaciones provisionales en alfabetos y silabarios con toda clase de complicados complementos, en continua evolución y que, ahora, pasados los años y olvidadas parcialmente las claves que imaginara me cuesta descifrar.
Por las mismas fechas tropecé con la lengua rusa. A pesar de la precocidad del encuentro no he avanzado en ella demasiado a lo largo de los años, fuera de un ruso de bazar y de traducción con textos bilingües y fatigando el diccionario. Había en Mondoñedo un sastre pequeño, delgado, con bigotillo de funcionario franquista y gay “avant la lettre” si bien casado y con hijos. Era el encargado de elaboración de nuestros pantalones cortos para la pandilla de pilletes que éramos entonces. Y en su trabajo era muy concienzudo. No sólo se preocupaba de las dimensiones exteriores de longitud y anchura de la tela, si no también que la presión de ésta no perjudicase la ternura de la piel de nuestras partes pudendas o para decirlo en griego “aidoia”. Defendía con celo la comodidad exterior e interior de los pantalones y afirmaba que “el aparato viril debe respirar con amplitud y sentirse cómodo” y para la necesaria comprobación introducía con delicadeza por la pernera unos dedos que evaluaban con discreción el cumplimiento de las exigencias de la teoría. Conteníamos con dificultad la risa que luego estallaba libremente ya en la calle donde burlábamos el tecleo de la mano del alfayate, discreto pero implacable en su misión.
Pues bien, el tal sastre había estado en la división azul y de allí había traído una gramática elemental rusa, redactada en español y que me regaló, al ver mi interés y quizá agradecido por el respeto a sus técnicas artesanas. Hoy, sesenta y cinco años después, recuerdo su bella portada: un cielo azul pálido, un paisaje implacablemente nevado recorrido por un trineo cuyas riendas gobernaba una hermosísima joven, envuelta en pieles y que azuzaba a los perros con alguna interjección que no recuerdo. En la primera lección, memorizado el cirílico, había una serie de frases sencillas en las que predominaban los sonidos U y YU. No sé la razón, siempre fue la vocal U de mi máximo agrado. Con aquellas primeras lecciones me sentí envuelto en una bandada de úes que sobrevolaba extensiones nevadas sin límite en las que florecían hermosuras de largas trenzas rubias y ojos de aguamarina, aunque, habituado desde la infancia exclusivamente a las mujeres de la tribu, mi belleza preferida ha sido siempre la española en general y la gallega en particular.
Después, convertido en ciudadano de bibliópolis, las amistades con libros y saberes han sido abundantes: pero la luz que, a través del tiempo, llega de aquellos momentos iniciales, me ilumina y acaricia cálida.

AGOSTO, 23

Dos imágenes en prensa y TV que me disgustan y rechazo: la primera, las sesiones y cónclaves de altos dirigentes, los príncipes de la Iglesia católica (obispos, cardenales) en corte majestuosa que rodea al faraón viviente, el sucesor de Pedro. Solemne e imponente espectáculo.
En un obscuro rincón del tiempo la Iglesia estranguló a Jesús y, revistiéndose del manto cristológico, se proclamó Cuerpo de Cristo, al que reconoce como cabeza. En realidad es el cuerpo y cabeza de ese invento terrible, la Iglesia oficial y jerárquica, la Iglesia universal, de cuerpo panzudo y lujurioso y de cabeza cleptómana, ávida de poder y de riquezas. Históricamente un invento diabólico que, bajo las más hermosas palabras, llevaba hombres y mujeres a la hoguera, de la misma forma que sus aventajados discípulos, los partidos comunistas de corte estalinista que predicaron la supresión de la explotación y de las clases con la adjudicación generalizada de un pelotón de ejecución.
Hoy la Iglesia, en retirada del poder político, sigue mayoritariamente con sus mismos vicios. Se reclama del espíritu y de la pobreza, cosas que ignora “por no ser necesarias en la familia” mientras agita el estéril látigo del dogma.
Sin embargo, la Iglesia católica perdurará. Habrá reformas por supuesto, inevitables: en su organización y en su teología. Las mujeres podrán ser ordenadas sacerdotes y estos podrán contraer matrimonio. La razón de esta asombrosa duración es el poseer una historia sagrada de salvación y de resurrección (como el resto de las Iglesias cristianas y ortodoxas). Que, aún hoy, es imprescindible para millones y millones de seres humanos como calmante y remedio de su angustia ante los sufrimientos, la enfermedad y la muerte. Una historia infantil, si se quiere, pero eficaz, qué duda cabe, historia en la que reina Jesús, a quien la Iglesia trae a primer plano después de haberlo expulsado de su cuerpo. Un Jesús que conserva su atractivo a través de los siglos (como en Occidente lo conserva Sócrates o en China, Confucio). En verdad, lo único atractivo de la Iglesia.

La segunda imagen es la de los líderes del PC chino.
Los ves entrar en las salas congresuales correcta y uniformemente trajeados (parecen los Blue Brothers y uno espera que empiecen a cantar, pero, ciertamente, no son un conjunto musical). Solemnes, hieráticos, indescifrable la expresión, conscientes de su jerarquía y de la distancia que los separa de los militantes que los ovacionan. Son los elegidos, la cúpula del partido y del estado, el resultado de un invento mucho menos duradero que el de la Iglesia, pero que la supera en crímenes en solo cien años de existencia: el Partido Comunista estalinista. Van camino de sus asientos, respondiendo con aplausos a los aplausos de los delegados. Representan que aplauden al partido, cuando se aplauden a sí mismos, al espíritu objetivo que encarnan. Su estética grandiosa y faraónica descansa sobre las fuerzas de seguridad. En el estalinismo, como en la Iglesia de hace siglos, no hay estética sin policía.
El PC chino se ha quitado la máscara, ha renunciado al ideal Comunista, a su evangelio, y es una pura dictadura que favorece el enriquecimiento capitalista y la desigualdad social, la explotación y depredación y contaminación de los recursos naturales, y una política genocida con relación a sus minorías nacionales. A diferencia de la Iglesia católica no posee ninguna historia sagrada y más pronto que tarde desaparecerá.
Es un contrasentido que un Estado tan gigantesco, con decenas, centenas de millones de ciudadanos educados puedan estar embridados mucho tiempo por una organización arcaica que los convierte en metecos, con libertad para el comercio, pero sin derechos políticos, reservados a los militantes del PC.
Me complazco a veces pensando a estos dirigentes casi divinos ante un tribunal que juzgue sus crímenes actuales y su historia criminal: por ejemplo, los millones de muertos del “Gran Salto Adelante”, la decapitación de las “Mil Flores” de Mao, la Revolución Cultural, Tieng Nan Men, las políticas genocidas sobre tibetanos y turcos uigures, pueblos de viejísimas culturas, los últimos ya letrados y administradores de los mongoles. Me gustaría ver en que quedaría el hieratismo e inexpresividad de Xi Jiping y sus secuaces si un tribunal los condenase por estos crímenes y en general por el ejercicio despiadado de la dictadura sobre los pueblos sometidos a su dominio, empezando por el pueblo chino. Se vería, como se ha visto en otros juicios semejantes, que son unos pobres hombres, como todos los que, en nuestros días, necesitan la fuerza para imponerse.

AGOSTO, 19

En mi terraza acostumbrada, envuelto en la luz de la mañana, llega con su estilo de brisa vestida de fresco torbellino, mi amiga X. Sonríe, me abraza, nos besamos las mejillas. Bebe un vino con el que tiñe de rojo las aguas cálidas y transparentes de sus palabras. La escucho con interés y entretenido. Siempre apresurada se alza, repetimos sonrisas, abrazos y besos, y se aleja con suave energía.
Una camarera latina, de dulce nombre y con sonrisa y voz aún más dulces, pronuncia mi nombre y pregunta por mis deseos, en estos momentos de una sencillez que se colma con una cerveza fría.
Ya camino de mi casa, saludos a una vecina muy graciosa, de hermoso sonreír y con bellos ojos verdes en los que se encienden y se apagan luces como estrellas.
Mientras paseo pienso en la posibilidad de un mundo sin distinción de sexos. Los biólogos discurren sobre ventajas evolutivas que ofrece la meiosis con su recombinación genética y la reproducción sexual frente a una partenogénesis generalizada.
Los griegos ya pensaron ese mundo, un mundo sin mujeres, en el que los hombres (si se puede hablar de hombre en ausencia de mujer) y los Dioses banqueteaban juntos. Banquetes que cesaron con la aparición de la primera mujer, creada por los Dioses, cada uno aportó un don a la misma, de ahí su nombre, Pan-Dora. Dicen los textos que el Olimpo quedó estupefacto ante su hermosura. Es sabido que la curiosidad de Pandora abrió la vasija que encerraba todas las calamidades y enfermedades que afligen a los humanos y que se desperdigaron libremente pero pudo cerrarla a tiempo para que no huyese la esperanza. Me gusta pensar en este papel de la mujer en la custodia y revelación de la esperanza. Esperanza, elpis en griego, una raíz relacionada con el velle latino (querer, desear) y con voluntas. Es característica esencial de los humanos la esperanza que nos hace desear y querer y también comprender cuando se aproxima el fin, amar la vida tal cual es, con su finitud, una melodía en cuyos últimos acordes nos desvanecemos.
No testimonia en contra de la rosa o de la camelia, su marchitarse o el caer decapitadas. Al contrario, es parte esencial de su belleza. Tampoco entre los humanos es en vano tanto afán, tanto amor. Alegría y esperanza, melancolía y tristeza son caras de la misma moneda, no podría ser de otra forma, no seríamos lo que somos. Amar la vida mortal es comprender, es conservar la esperanza.
Recuerdo un verso de Silvia Plath: “Ages beat like rains”. Acariciaré en mi rostro la fresca lluvia que reverdece y haré florecer el misterio de una mirada, de una voz, de una sonrisa hasta el momento final. Aguardemos éste, sin esperar nada, llenos de la esperanza de vivir.

AGOSTO, 17

En un reciente viaje a Italia, por razones familiares, estuve en Isernia, Molise, tierra en la antigüedad de los Oscos. Allí me mostraron una fuente en la que, según la tradición, se lavó las manos Poncio Pilatos. También lavé yo las mías e incluso el rostro, para evidenciar mi falta de culpa en el derrame de la sangre de Jesús y en su causa remota, el pecado original, que no sé en qué consiste, profundo misterio cristiano, pero que prefiero llamar la alegría o la fiesta original, con agradecimiento hondo a nuestros primeros padres. Creo que el Padre al enviar a su hijo, se equivocó de planeta con su innecesario y complicado plan. Aquí tenemos unos dioses como los griegos, hermosos, brillantes, expertos músicos con la flauta algunos, y todos curiosos de los humanos y que descendían a la Tierra por el deseo de los bellos cuerpos de los jóvenes, tendidos en la orilla de los ríos, cubiertos de mil espejos de agua. En verdad, que inutilidad de sangre y de tristeza.
Al finalizar el recorrido por la ciudad, sumergí nuevamente las manos en el agua, esta vez con una finalidad genérica de purificación para el ágape ofrecido por los parientes itálicos.
No olvidé una invocación a San Poncio Pilatos, santo según una respetable leyenda, el cual en el momento de ser decapitado por el poder romano, escuchó la promesa divina del paraíso. Invocación dirigida a mantenerme libre de cualquier tentación de intervenir en asuntos extravagantes de mi competencia. Ya lo dijo para siempre el Arcipreste de Hita: “Responder do no llaman es vanidad probada”.

Agosto,16

Dos pensamientos de Novalis.

1.- Poesie ist das echt absolut reelle je poetischer, je wahrer, (la poesía es lo real de un modo auténtico y absoluto cuanto más poética, más verdadera). Mejor pensar poético, la poesía es una de las formas de cristalización del mismo, aunque, por ligereza de la expresión digamos poesía.

Es obvio que el valor de verdad de la poesía no tiene nada que ver con la verdad científica. La verdad poética es la profundidad del horizonte al que se ve arrojada la existencia individual después de su encuentro con ella. La verdad poética siempre se relaciona con una existencia concreta, a la que conmueve en sus fundamentos y desarraiga de lo habitual. Con mayor violencia cuanto más poderosa su visión, una visión que golpea la existencia y le hace habitar en éste, otros mundos que desvela. La verdad poética es un mostrar. En griego antiguo “Alicia” (Alezeia) significa verdad. “Lazein” es estar oculto. Lo que está oculto se olvida (Lanzánome) la verdad es entonces lo que no se oculta, lo que está presente y por ello no susceptible de olvido. Así la poesía aparta los velos de lo oculto y olvidado. “Ven y asómate a la puerta que se hallaba escondida por la negligencia de la costumbre y del abandono”, te dice, “contempla la hermosura de un mundo que solo a ti te pertenece pues única es también tu visión de lo oculto en el abrazo de lo poético, no hay otra igual.

El canto de los poetas (compositores y músicos de la poesía) se alza como la sinfonía de una orquesta. Ese canto abre lo cerrado de nuestro mundo y multiplica los caminos que vuelven transitables los paisajes develados.

2.- Aufhebung des Unterschieds zwischen Leben und Tod (cancelación de la distinción entre la vida y muerte).

Hay una tendencia humana muy fuerte a considerar la muerte en positivo, a otorgarle consistencia como algo exterior a nosotros, ajeno a nuestra vida, que desde fuera la amenaza. Incluso a imaginarla como un agente dotado de conciencia y voluntad, obediente a un mandato o necesidad superior con el cual, aunque inflexible, es posible el diálogo. La historia del arte, de la literatura o del cine lo muestra con claridad. El fundamento de esta actitud es obviamente psicológico, la búsqueda de una esperanza. Si la muerte viene y nos ve, si el resultado inevitable del encuentro no impide la conversación, algo se afirma tras la muerte, una luz de alba ilumina la posibilidad de un persistir de la sustancia individual, hay un lugar legítimo para la esperanza. Tenemos entonces la máxima distinción posible entre vida y muerte.

Pero si dejamos la imaginación y la fantasía y la belleza de sus obras en su terreno natural, el arte, advertimos que no hay un solo elemento positivo atribuible a la muerte, independientemente de la vida. Al hablar de muerte tenemos que distinguir dos significados: uno es banal: un accidente, una bala nos siega abruptamente la vida. O en el curso de una enfermedad llega el momento final en que perdemos la consciencia antes de morir. Lo que queda visible para los demás es un cadáver (cosa mueble de naturaleza especial, según definen los juristas, materia inanimada en trance de descomposición. Este cadáver del que está ausente el yo preocupado no nos interesa.

El otro significado es el importante, el decisivo: El viejo “todos los hombres son mortales”, el saber sobre la certeza del morir, sobre la naturaleza finita de la vida. Moriremos aunque no sabemos cuándo. Siendo la vida estructuralmente mortal, vida y muerte coinciden moriremos por el hecho de ser seres vivientes. La definición del ser viviente como mortal es la definición de la vida como el conjunto de los seres vivientes. No hay exterioridad alguna de la muerte, salvo la muerte como resultado, donde justamente no hay vida.

Pero es este saber de muerte de los humanos, de que inevitablemente los organismos de nuestro cuerpo desarrollarán procesos de enfermedad que aniquilarán nuestra  vida, de nuestra ausencia de un futuro que  continuará sin nosotros, extinguidos aquí y ahora con la transformación más radical que se puede pensar para una persona, la trasformación en cadáver, es este saber lo que nos ocupa y preocupa y nos angustia. Y también fuente de tanta belleza en la historia de la civilización, determinada decisivamente por aquel – pero esta ocupación con la certeza de morir y la angustia que origina dicha certeza tiene lugar en el ámbito de la vida, nos preocupa y angustia la vida tal como es, mortal, no es que la mortalidad amenace una vida indefinida desde la exterioridad. Esta posibilidad sería realmente angustiosa. Por el contrario produce consuelo y tranquilidad pensar que la vida es así, mortal y que preocuparse por la normalidad de la existencia es como preocuparse porque no hay elefantes sin trompa o porque estamos obligados a procesos de digestión.

La preocupación por morir se resuelve en la preocupación por vivir que implica la exigencia de estar a la altura de una vida única o, si se quiere, a la altura de la posibilidad de morir.

Exigencia ética y estética de ser dignos de vivir la vida en la que aparecimos contra toda probabilidad y a la que paulatinamente se abrió nuestra conciencia y, por ello, exigencia ética y estética de borrar la angustia del morir y de aceptar, con serenidad y sin reservas, la ausencia, lo cual solo es posible si convertimos nuestra vida en una melodía que, como toda melodía, exige un fin, en el que durante un instante, vibra el silencio.

Hace dos mil quinientos años escribió Anaxágoras (fragmento 21) “es difícil, mientras uno vive, tener una estatua de Kuros. Hay muchas razones para ello pero la decisiva, es que solo después de la muerte es posible la erección de una estatua al Kuros, al guerrero, que evidencie la autenticidad de su vida por el cabal ejercicio de la cátedra de morir que es el ejercicio de vivir.

1) “Graves y eternas son las hondas trivialidades de … morir (Borges). Después de escribir las líneas anteriores y que completan otras de este diario, leo un poema de Kavafis, mejor dicho, una relectura de algo olvidado. En “El dios abandona a Antonio” se encuentran los siguientes versos que traduzco del neogriego: “Cuando de repente en la media noche oigas el cortejo invisible que pasa … no te lamentes sin esperanza, como un valiente, escucha con emoción, último placer, los acordes .. y despídete de la Alejandría que pierdes”.

En el poema vemos la inminencia del morir como el final de la melodía de la vida, los últimos acordes, grandiosos, a la altura de lo que desaparece, “la Alejandría que pierdes”. No hay lugar para el miedo ni para la lamentación, indignos de la melodía de la vida, sino escuchar con redoblada atención, con emoción, este último goce que nos es dado. Este atento y conmovido escuchar no implica la desaparición de la inquietud que nos elaboró con barro. Según el mito que dice que los dioses nos entregaron a ella mientras vivamos, la inquietud es propia de los seres que tienen conciencia del reloj de su corazón. Al escuchar, como a cualquier actividad humana, pertenece el “ocuparse con” y la preocupación (griego “epimelia” alemán “Sorge” latín “cura”). En el amor, ante los estrellas de la noche, al pensar … sentimos goce e inquietud. También con la muerte. Y emoción. Una profunda emoción cuando antes de cerrar los ojos vemos Alejandría por última vez. Pero el miedo y la lamentación nos ensordecen y nos hacen perder la última belleza, el último placer. El miedo es antinatural, no es propio del barro, al que solo corresponde  el agradecimiento. Como también son inhumanas las doctrinas que defienden la ataraxia, la total indiferencia y ausencia de emociones. Aunque se acote la actitud ante la muerte, es situarse, y es imposible, fuera de la vida.

En cuanto a la lamentación, “La lamentación sin esperanza” (Kavafis) si bien es un sinsentido para el que se asoma a su final, posee pleno significado ante la muerte ajena en general y de los que uno ama, en particular. Sufrimiento ante la ausencia que  ensombrece nuestra particular Alejandría. Hasta los caballos inmortales de Aquiles, que no conocen la vejez ni la muerte, se conmueven ante el cuerpo sin vida de Patroclo, sacuden la cabeza, agitan las crines y golpean la tierra con sus herraduras, que suena como tambor fúnebre. Con emoción y belleza lo recuerda Kavafis.

Tan solo pidámosle a ese sufrimiento que sea fértil para la vida, que no se consuma en la amarga esterilidad.